sábado, 29 de diciembre de 2007

El puente de Alcántara

Anoche terminé de leer este magnífico libro que todos los amantes de la novela histórica deberían tener. Lo mejor del género que he leído hasta el momento, y uno de los mejores libros que he tenido entre mis manos. La novela nos transporta a la Edad Media española como nunca antes lo había hecho ninguna otra, y para ello se sirve de varios elementos de los que hablaremos a continuación. Qué pena me da haberlo terminado, porque después de haberlo leído, a partir de ahora, seré mucho más crítico con cualquier novela de este género que caiga en mis manos y seguramente no disfrutaré de ellas tanto como antes.

Como siempre, hablaré del libro sin revelar nada de su trama. Empezaremos por su estructura. Se divide en tres partes diferenciadas, llamadas "libros", divididas a su vez en capítulos. Cada libro transcurre en una época diferente: empezamos en el año 1063 en el primer libro, en el segundo comenzamos en el 1071, y en el tercero damos un salto hasta 1082. Antes de la primera parte hay un preludio que nos pone en situación, describiéndonos el panorama socio-político de la España del siglo XI. Entre el primer libro y el segundo, y entre el segundo y el tercero, hay un interludio donde, como en el preludio, se nos explican los cambios acontecidos durante el lapso de tiempo transcurrido. El libro se cierra con un postludio en el que se mencionan los acontecimientos ocurridos tras el tercer libro. La novela se acompaña además de una "Nota del autor" en la que nos comenta algunas costumbres, tradiciones y hechos célebres de la época, y de un glosario, en el que podemos consultar el significado de los muchos términos árabes y hebreos que aparecen durante la novela, explicados al detalle.
La acción gira en torno a tres personajes de tres mundos muy diferentes: un judío, un árabe y un cristiano. El árabe, ibn Ammar, está basado en un personaje histórico, un poeta que llegó a gozar de bastante influencia en la corte del rey de Sevilla. Cada capítulo se asigna a uno de los personajes, y es fechado según los tres calendarios, el cristiano, el árabe y el hebreo, añadiendo además el nombre de la ciudad en la que se desarrolla. Los personajes llevan vidas independientes, pero a veces llegan a encontrarse y entonces, en el mismo capítulo se puede dar una transición en la que el foco se traslada al otro personaje. Poco a poco, las vidas de estos tres personajes se irán cruzando cada vez más hasta llegar a formar una parte importante de su entorno.

El primer libro tiene un ritmo algo lento, pero es una verdadera delicia, ya que describe situaciones de la vida cotidiana en un castillo, en la corte de un rey, en una gran ciudad como Sevilla, el sorprendente desarrollo de un asedio (y lo diferente que resulta a como lo imaginamos), el modo de vida de los pardos (villanos con armas y caballo que fingen ser hidalgos), la manera en que se desenvuelve gente de toda clase (médicos, mercaderes, cortesanos, soldados, prostitutas...), haciendo en suma que podamos revivir esa agitada época de la historia en la que convivían diferentes culturas en relativa armonía. En los siguientes libros también se muestran otras estampas típicas medievales: se describen unos baños árabes, el desarrollo de una cacería, conflictos sociales, batallas, traiciones, todo sin escatimar en detalles. El primer libro también es el más largo, e incluso por sí solo se podría considerar un libro independiente, con un comienzo y un final. Una vez finalizado, hemos llegado a conocer a fondo a los personajes y asistido a los acontecimientos que marcarán su vida, proporcionándonos una estupenda base para que podamos disfrutar plenamente con la lectura de los otros dos libros.
El segundo libro es el más corto. Es la parte en la que asistimos al pleno desarrollo de los personajes; si en el libro anterior fuimos testigos de su ascenso, aquí lo somos de su consolidación. Los tres actúan en consecuencia con lo vivido en la primera parte. Aparecen nuevos personajes importantes, o algunos de los que fueron presentados en el primer libro cobran vital importancia a partir de aquí.
Y en el tercer libro asistimos a la caída, formando así una perfecta simetría. Esta parte acaba ya de atraparnos del todo, pues aquí el ritmo es mucho mayor que en los libros anteriores. Los acontecimientos se precipitan; en unas ocasiones son previsibles, en otras desconcertantes. Los personajes atraviesan las mayores dificultades y el libro termina con dispares desenlaces para cada uno de ellos.

Los personajes no son, desde luego, nada planos. Yunus, el judío, es tal vez el que menos evoluciona, porque ya es anciano cuando comienza el libro. Pero ibn Ammar y Lope son muy interesantes. El primero comienza como un cortesano venido a menos, que busca la manera de volver a triunfar, y aunque al principio puede despertar simpatía, luego se nos revela su desmedida ambición de poder; y Lope, que comienza como un muchacho inseguro y de buen corazón, se convierte luego en un despiadado soldado atormentado por la sed de venganza. En todo momento piensan y actúan como seguramente lo hacían los hombres medievales, con una excesiva preocupación por el tema del honor y una actitud relajada ante la muerte y el sufrimiento ajenos.

El autor es capaz, desde el principio, pero cada vez más a medida que vamos leyendo, de introducirnos en la política andalusí y castellana del momento, haciendo de ella algo cotidiano como podría serlo para nosotros en este momento la última disputa entre Rajoy y Zapatero. Además, la política dirige en gran medida la vida de los tres personajes, participando activamente en ella uno de los tres, que decide sobre el destino y el devenir de reyes y reinos. Dicho de otra forma, llega un momento en que somos capaces de comprender cada uno de los movimientos que se realizan, aunque nos encontremos en una época tan diferente a la nuestra.

En fin, cuando una novela no es muy buena, hay mucho que decir porque hay mucho que criticar, pero esta vez no puedo extenderme sin revelar la trama (cosa que no haré), porque el libro me parece toda una obra maestra del género, que cumple con todos los requisitos para que una novela histórica sea realmente lo que debe ser, y lo hace de una forma original, proporcionándonos una visión muy completa de la vida medieval a través de tres personajes de culturas diferentes, lo cual contribuye a enriquecer la recreación de la época, haciendo uso del prisma a través del cual cada uno de ellos observa y vive en su mundo, aportando diferentes visiones sobre un mismo hecho, enriquecidas a su vez por las diferentes actividades que desempeña cada uno, elegidas de manera que el espectro de visiones se amplía todo lo posible.

No puedo más que cantar las alabanzas del señor Frank Baer y deciros que, si os gusta la Edad Media, no podéis perderos esta maravilla de libro.

Nota (de 0 a 10): 10

lunes, 24 de diciembre de 2007

Capítulo I: Tiempos de paz (2ª entrega)

Segunda entrega del primer capítulo de esta novela histórica, preludio de la campaña Rincón de Aquelarre.


Ataúlfo hacía guardia con su hermana Estela. No había consentido que se quedara sola con aquellos borricos. Muchos la miraban con lascivia, y no estaba tranquilo ni siquiera dejándola con las mujeres. Ella protestaba continuamente por su sobreprotección, pero al final siempre terminaba haciendo lo que le decía. La observó sentada en la roca, aburrida, tirando lejos pequeñas piedras. Con aquella escueta túnica de cuero y el pelo tan corto tenía la apariencia de un muchachillo endeble, pero cuando uno se fijaba bien podía ver unos maravillosos ojos azules de mirada arrebatadora, una boca de labios rojos y carnosos y un cuerpo esbelto por el que cualquier hombre suspiraría. Se había hecho muy mayor desde la última vez que la vio, y aún se sorprendía del cambio que había experimentado. Las tripas de Ataúlfo sonaron, y se dio cuenta que no habían comido desde hacía horas. Llevaba un poco de pan y queso en el zurrón.
– ¿Tienes hambre? –le preguntó a Estela. Esta no respondió. Aún estaba enfadada. Había protestado cuando le ordenó ir con él a hacer la guardia. La cogió de un brazo y la arrastró a la fuerza mientras ella chillaba y le insultaba, para mofa de cuantos allí se encontraban. Ataúlfo sabía por qué lo hacía. Quería tener la oportunidad de quedarse a solas con Ander, aquel vascón aterciopelado que traía locas a todas las mujeres del campamento. Pero no se fiaba de él. Y además no pensaba dejarle que preñara a su hermana y tener que hacerse cargo de un crío–. Toma un poco de pan al menos.
Ataúlfo se acercó a ella y le ofreció un trozo. Estela le miró con gesto torcido y le arrancó el trozo de la mano. Estaba hambrienta. Ataúlfo sonrió, se sentó en el suelo frente a ella y comió también un mendrugo de pan. Fue entonces cuando vieron acercarse a Ruy. Ataúlfo se levantó de un salto.
– ¿Dónde está Sancho? –le preguntó a Ruy, temiendo que le hubiera sucedido algo.
– Está en la posada del pueblo –contestó este–. He tenido que venir. El mercado es dentro de tres días y se hace dentro del castillo. Le preguntaré a Pierre si podemos esperar hasta el jueves.
– ¿Hasta el jueves? –replicó Ataúlfo–. ¡Si no nos quedan provisiones!
– Pero si aguantamos un poco podemos llevarnos un buen botín –arguyó Ruy–. Hay sembrados, y tienen ganado. Y la madrugada del jueves ya habrá allí muchos mercaderes. Nos puede salir redondo.
Gritó la última frase, alejándose en dirección al campamento. Se habían instalado en mitad de un bosque, al abrigo de las pobladas copas de los árboles. Un grupo tan numeroso no podía pasar desapercibido de otra manera. Las mujeres estaban encendiendo pequeños fuegos para asar la poca carne que les quedaba. Los niños correteaban entre ellas, jugando con los perros, y sus desconocidos padres se entretenían de diversas maneras. Algunos se jugaban a los dados el botín que aún no habían conseguido; otros se emborrachaban y perseguían a las putas que acompañaban a la tropa; otros fornicaban con ellas en mitad del campamento y sin ningún rubor. Los nobles descansaban en sus tiendas, atendidos por sus criados. Pierre Navarr había conseguido reunir un contingente de más de sesenta hombres, todos ellos expertos combatientes, entre los que se encontraban cinco de esos hidalgos sin suerte, que habían engrosado las filas del pequeño ejército mercenario con el puñado de hombres que traían pegados al culo. A todos ellos había que sumar a las mujeres, a los niños y a los rufianes que seguían a la tropa, que sumaban más de medio centenar y, en muchas ocasiones, luchaban como cualquier hombre. Más de cien personas reunidas bajo el mando de Pierre para sacar partido del conflicto entre los dos Pedros, el de Castilla y el de Aragón, uniéndose al mejor postor, y que se habían quedado en la frontera cuando terminaron las contiendas, a la espera de que las llamas de la guerra se avivaran de nuevo. El hambre acuciaba en el periodo entreguerras, y no quedaba más remedio que saquear para sobrevivir. El día anterior la avanzadilla de aquella cabalgata de la muerte había encontrado el pueblo, y Pierre se frotó las manos ante la perspectiva del botín fácil, esperando que fuera uno de aquellos pueblos de realengo, mal defendidos, cuyos vecinos solo contaban con un castillo medio derruido donde guarecerse. Ruy llegó a la altura de la tienda de Pierre, fácilmente identificable por ser la más alta de todas, y por el escudo de armas de los Navarr, que colgaba de la rama de un árbol. A la izquierda de la tienda descansaban los acemileros, junto con las mulas y los carros que contenían la impedimenta, custodiados por algunos de los hombres de Pierre. Cuando el hambre amenazaba bastaba con poner a vigilar a dos o tres hombres de confianza para evitar los intentos de robo por parte de la gentuza que arrastraba la tropa detrás de sí. Ruy entró en la tienda sin que nadie le detuviera. Pierre le esperaba. El francés estaba sentado en su trono particular, una lujosa silla tallada con motivos vegetales, de procedencia árabe, frente a una improvisada mesa construida con dos caballetes y una tabla. Vestía a la manera de los generales granadinos, con una coraza corta muy ornamentada, una maravillosa espada jineta enfundada en una vaina de plata y un casco dorado con plumas que descansaba sobre la mesa. Su pelo era largo, rizado y rubio, y su atractivo rostro mantenía una expresión entre orgullosa y triste que le confería un aspecto autoritario, teñido de dignidad. Lo rodeaban cuatro hombres fuertemente armados, pero sin ninguna uniformidad en sus protecciones. Todo lo que había en esa tienda era fruto de años de cabalgadas y saqueos de toda clase de pueblos y aldeas.
– ¿Y bien? –dijo Navarr con su peculiar acento francés, invitando a hablar a Ruy. Este cogió el cuchillo que tenía escondido en el alzado de su bota derecha y comenzó a trazar en el suelo la disposición de las defensas del pueblo, hundiéndolo en el terreno barroso, mientras describía con todo lujo de detalles todo aquello que había observado.
– El jueves es día de mercado –explicó Ruy–, y se celebra dentro del castillo. Si esperamos hasta la noche del miércoles la mayoría de los mercaderes estará allí, y si esperamos hasta el jueves tendremos más información sobre el interior del castillo y sabremos cuántos hombres lo defienden.
– Ja –se burló Pierre–, hasta el jueves... ¿Crees que esos lobos hambrientos de ahí fuera aguantarán tres días sin comer? Me basta con saber que no hay señor que defienda el pueblo. Atacaremos esta noche. Al abrigo del bosque, por el portillo. Tú y Sancho quedaros dentro y facilitadnos el ataque desde allí.
– ¿Cómo? –preguntó Ruy.
– ¡Será inepto el hijo de puta! –gritó Pierre de repente–. ¡Cómo! ¡Cargaros a un par de alguaciles, maldita sea! ¡Haced algo útil! Y ahora largo.
Ruy salió a toda prisa de la tienda para evitar seguir exponiéndose a la furia de Pierre. Aquel hombre tenía unos inesperables accesos de ira de auténtica mala leche. Se contaban muchas historias sobre él, pero había una que se repetía más que las demás. Decían que era de Gascuña, hijo de un noble, un buen hombre, piadoso y erudito, que administraba sus propias tierras y protegía a sus vasallos. Un día intercedió por un judío que iba a ser lapidado en la plaza del pueblo, y fue por ello acusado de hereje y amigo de judíos por la Inquisición. Poco después fue quemado en la plaza de armas de su propio castillo, y las gentes que tanto había ayudado se burlaron de él. Sus propiedades fueron confiscadas, pero su hijo Pierre logró escapar, lleno de odio y resentimiento hacia toda la raza humana. Tal vez por ello se hizo mercenario, arrimándose al árbol que más calentaba, sin importarle los ideales de la gente por la que luchaba, solamente su propio bienestar. Era el típico soldado de fortuna, envidiado, imitado y temido por todos, un ser inmisericorde que basaba su fuerza únicamente en sus armas y su poder de destrucción, un auténtico jinete del Apocalipsis que emulaba al famoso Atila, pues cierto era que por donde pasaban sus huestes no volvía a crecer la hierba. El rastro de dolor y destrucción que dejaba tras de sí obligaba a unirse a su tropa a las mismas gentes a las que había saqueado, torturado y violado, pues no cabía la posibilidad de que pudieran empezar de cero en los valles en los que un día tuvieron su hogar y que habían quedado reducidos a yermos donde jamás volvería a crecer nada. Su tropa era una jauría de lobos hambrientos que consumía todo a su paso. Y la única manera de sobrevivir era elegir ser lobo en lugar de cordero. Ruy lo sabía muy bien. Conoció demasiado pronto la desolación de la guerra, el hambre y la peste. Pero desterró aquel terrible recuerdo de sus pensamientos. De vuelta al pueblo se detuvo otra vez en el lugar donde Ataúlfo hacía guardia con su hermana. El navarro se veía muy aburrido; seguro que había vuelto a pelearse con Estela; por eso pareció animado cuando vio llegar a Ruy de nuevo.
– ¿Qué dice el francés? –preguntó con su enérgica voz.
– Prepárate, el ataque es esta noche –respondió Ruy.
– ¿Vas a por Sancho?
– No, nosotros nos quedamos allí. Os ayudaremos desde dentro.
– Tened cuidado –dijo Ataúlfo, con sincera preocupación. Ruy le hizo una señal con la mano al tiempo que se volvía hacia el camino, dándole a entender que no debía preocuparse.
Le caía bien el navarro. Lo había conocido en el campamento el año pasado. Era un soldado muy diestro, tanto o más que el propio Pierre. Sus musculosos brazos y su estatura daban una idea de su prodigiosa fuerza. Lo había visto muchas veces soltando hachazos como un endemoniado. Era capaz de mantener a raya a cualquier enemigo; incluso estando rodeado era muy peligroso, ya que enarbolaba el hacha de manera que nadie se le podía acercar sin recibir un buen golpe. Sancho y Ruy trabaron amistad con él el día en que salvaron a su hermana de morir a manos de un soldado enemigo. A partir de entonces habían perdido la cuenta de las veces que se habían salvado la vida mutuamente, y aquello les había unido. Tal vez aquella noche se vieran forzados de nuevo a estrechar aún más sus lazos de amistad.

martes, 18 de diciembre de 2007

Capítulo I: Tiempos de paz (1ª entrega)

Inauguro hoy esta nueva sección dedicada a una pequeña novela histórica que comencé a escribir y que voy a ir ofreciendo en pequeñas entregas en el blog. Está basada en personajes clásicos de Aquelarre y pretende ser un prólogo a la campaña Rincón, pero no hay ninguna referencia sobrenatural en ella, por lo que puede enmarcarse dentro del género histórico. Aún no tiene título. Espero que os guste.



Sancho y Ruy avanzaban hacia el pueblo por el camino que quedaba al oeste, sin más pertrechos que una mula que Pierre les había dejado, cargada con unas alforjas llenas de baratijas para simular que eran buhoneros. La zona por la que caminaban era un llano que carecía de vegetación, lo cual indicaba que debió estar poblada en otro tiempo. Desde su posición, a una legua aún de la muralla, podían ver un arrabal al norte y algunos solares y tierras de labranza al sur. Cuando ya estaban cerca del recinto amurallado, Ruy le hizo una señal a Sancho para que aminorara el paso con el fin de observar detenidamente los detalles en busca de información. Aquel parecía el típico pueblo árabe repoblado por cristianos. La muralla estaba ruinosa en algunos de sus puntos, con amplias grietas que la hacían fácilmente superable, pero junto a la puerta, de férrea madera claveteada, se levantaba una torre que tenía aspecto de haber sido restaurada. No obstante, solo se veía a un alguacil al lado de la puerta, protegido con gambesón y capacete y armado con una lanza. Previamente habían acordado que sería Sancho el encargado de hablar y dar explicaciones a quien se las pidiera, mientras Ruy buscaba los puntos débiles en la defensa del lugar. El alguacil los detuvo frente a la puerta y echó un vistazo a las alforjas.
– ¿De dónde sois? –preguntó secamente.
– Yo soy aragonés, y mi socio es castellano, pero del norte –contestó Sancho. Ruy observaba con más detenimiento la puerta y la torre. Por allí no se podría pasar, había que buscar otra manera–. Venimos a probar suerte en el mercado, quiera Dios aligerar peso a mi vieja Rufina y cargarlo en nuestras bolsas.
– El mercado es el jueves –informó el alguacil, que no era precisamente un dechado de simpatía.
– En ese caso será el posadero el que se enriquezca a nuestra costa –repuso Sancho–. Maldita suerte la nuestra.
El alguacil hizo un gesto con la cabeza invitándoles a atravesar la puerta. Una vez que estuvieron lo suficientemente lejos de él, Ruy se acercó a Sancho y le musitó unas palabras al oído.
– Vamos a buscar la posada. Te quedarás allí con el animal mientras yo exploro los alrededores.
Sancho asintió con la cabeza. Ruy sabía más que él de aquellas cosas, había que dejarle hacer. Mientras tanto podría relajarse con un buen vaso de vino. El castillo estaba muy cerca de la muralla oriental, separado de esta por una plaza rodeada de viviendas, con un convento adosado a la parte norte de la muralla y una posada al otro lado. Si disponían de ballesteros, podrían descargar las saetas sobre los atacantes que atravesaran la puerta sin ninguna dificultad. Lo primero que tenía que hacer era comprobar si el castillo disponía de milicia para protegerlo. En sus muros había vestigios de asedios anteriores, pero aún podían cumplir bien su función. La muralla estaba almenada, pero no se veía a ningún soldado caminando en su adarve. Sancho asió las riendas de la mula y se desvió hacia la posada. Ruy caminó alrededor del castillo simulando estar ocioso. Descubrió que constaba de tres torres auxiliares, una de ellas situada en el vértice sur-oriental y las otras dos conectadas con la muralla exterior, más la torre del homenaje, una mole cuadrada de tres pisos situada en el vértice sur-occidental, con numerosas troneras repartidas por los dos lados que daban al exterior. Todas las torres eran cuadradas, lo cual indicaba que el castillo debía ser muy antiguo; seguramente se trataba de una alcazaba árabe en torno a la cual creció la población. Al menos estaba seguro que la muralla exterior se había erigido con posterioridad, porque los materiales que se habían usado para construirla parecían distintos. No obstante, los muros del castillo parecían menos castigados. La puerta se encontraba justo enfrente de la otra por la que habían entrado en el pueblo. Estaba cerrada y no se veía ningún soldado custodiándola. Ruy renunció a la idea de obtener por sí mismo más información sobre el castillo. Tal vez Sancho podría averiguar algo por su cuenta en la posada. Caminó de nuevo en torno al castillo, pero esta vez observando los alrededores. Había gran cantidad de casas apiñadas formando estrechas callejuelas empedradas que subían en suave pendiente hacia el sur. La iglesia del pueblo estaba adosada a la parte occidental del castillo y al norte de la muralla, y era una nave imponente con una alta torre-campanario. Había dos ermitas cerca de allí. Debía haber una importante comunidad religiosa en el pueblo, a juzgar por los numerosos edificios eclesiásticos que se erigían en él. Frente a la iglesia había un gran espacio que debía ser la Plaza Mayor, donde quizá se celebrara el mercado. Ruy se dispuso a inspeccionar el resto del cerco exterior. Desde la plaza vio una gran puerta al norte, aún más imponente que la oriental. Esta puerta también estaba custodiada por un único alguacil, y no había fortificaciones cercanas, solo casas que formaban una larga calle a partir de ella, más ancha que las demás. Siguió la muralla hacia el oeste, y vio que en la parte del recorrido en el que no tenía casas contiguas, estaba reforzada por varias torretas cuadradas, terminando con una redonda donde formaba ángulo. El lienzo occidental tenía un trazado muy irregular. Había una plazoleta frente a un portillo defendido por una torre parecida a la que había visto al entrar, pero esta era más pequeña y estaba ruinosa. El lienzo meridional también tenía un trazado irregular, pero era más largo, y había otra puerta con su correspondiente alguacil y una torre cuadrada de pequeñas dimensiones a la derecha. El portillo de la parte occidental era el lugar de más fácil acceso, pero estaba demasiado alejado del castillo. Si entraban por allí tardarían un poco en llegar hasta él, y sus defensores tendrían tiempo para prepararse. La opción de la puerta oriental era más arriesgada, pero si organizaban bien el ataque y conseguían entrar pronto, tal vez pudieran coger por sorpresa a los defensores y tuvieran la posibilidad de sorprender a la mayoría de los vecinos aún fuera del castillo, a donde sin duda acudirían para protegerse. Ruy salió por el portillo, el único acceso que carecía de guardia, para echar un vistazo por los arrabales. La parte del oeste estaba muy poblada, pero conforme se alejaba hacia el este había muchas menos casas. Al suroeste se hallaba un cerro rodeado de bosque, y más al este estaban las tierras de labranza que había visto antes. Sin duda, aquel bosque era el lugar idóneo para reunir a la tropa. Si atacaban desde allí solo podrían reaccionar cuando los tuvieran encima. Volvió a entrar por el portillo y se dirigió a la posada donde le esperaba Sancho. Era un edificio de dos pisos con un establo y pequeñas ventanas enrejadas arriba. Empujó la puerta, que estaba encajada, y esperó un momento junto a ella para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad del interior.
– ¡Fernando, por fin has llegado! –oyó gritar a Sancho. Aunque solo veía su silueta al fondo, sabía que se refería a él–. Pasa, ven conmigo y bebe un poco de vino. Este es el socio del que te hablé –le dijo a un hombre alto y rechoncho que tenía al lado–. Anda, sírvele un trago. No encontraste lo que buscabas, ¿eh, bribón? –Ruy se sentó a su lado y negó con la cabeza. No debía abrir la boca en esos momentos. A saber la historia que se había inventado Sancho–. Claro que no. El señor Diego me ha dicho que aquí no hay burdeles –dijo refiriéndose al posadero, soltando una risotada y golpeando la espalda de Ruy con la mano. Este sonrió a su vez y se llevó a la boca el vaso que acababa de traerle Diego, que se sentó con ellos a la mesa, arrimando un taburete–. Por lo visto hay en el pueblo demasiados santurrones que no permiten a las mujeres llevar una vida licenciosa. Una decepción para nuestra entrepierna, pero un alivio para nuestras bolsas. Ah, menos mal que la Santa Madre Iglesia vela por nuestro dinero; ¿cómo podría echar mano de él si nos lo gastamos en furcias?
Sancho volvió a soltar una carcajada, acompañado de Diego. Ruy simuló un gesto de contrariedad por saber que el pueblo carecía de burdeles. Miró a su alrededor y vio que estaban solos en el comedor.
– No te aflijas, muchacho –dijo Diego entre risas–, que alguna viuda habrá por aquí a la que hacerle un apaño –se acercó al oído de Ruy en tono jocoso–. Busca a Soledad, la del arrabal, verás cómo me lo agradecen tus cojones –dijo sin bajar la voz–. Y no solo ellos, sino también tu bolsa, que la pobre mujer está tan necesitada que nada te cobrará.
El bueno de Sancho se había sabido ganar a aquel tipo, de eso no cabía duda. ¿Le habría podido sacar alguna información útil? Ruy le hizo un gesto con las cejas, y este entendió enseguida.
– Bueno, amigo –dijo Sancho, cordial–, a ver si puedes prepararnos algo de comer, que las tripas nos rugen desde hace horas.
Diego se levantó y desapareció por una puerta del fondo. Se le veía feliz de poder ganar algo de dinero con ellos. Sancho comenzó a hablar en voz baja apenas se cerró la puerta.
– El mercado es dentro de tres días, y se celebra en el interior del castillo. El pueblo lo gobierna un alcalde designado por el concejo, que vive en el torreón con su familia. ¿Qué hacemos?
Ruy meditó unos instantes.
– Tres días son demasiado, pero tendríamos una oportunidad de oro entrando al castillo, así podríamos comprobar sus defensas y saber de cuántos hombres disponen. Tendré que consultárselo a Pierre.
– Entonces no perdamos tiempo –dijo Sancho–. Quédate a comer y sal con la excusa de buscar a esa furcia de la que te ha hablado Diego. Alquilaré una habitación para que este botarate no sospeche nada.
– ¿Cuánta gente hay en la posada?
– Solo lo he visto a él y a un muchacho que se ocupó de la mula. Seguramente vive con su esposa, pero no he visto ningún inquilino.
Ruy asintió. En ese momento Diego apareció de nuevo por la puerta. Sancho empujó a Ruy en el hombro y se rió para simular que aún bromeaban.
– Ya veréis qué platos más ricos prepara mi Adela –dijo el posadero–. ¿Os quedaréis hasta el día del mercado?
– Por lo pronto nos quedamos esta noche –contestó Sancho.
Ruy y Sancho siguieron charlando desenfadadamente con Diego. Poco después se oyó una voz ronca que llamaba al posadero, perteneciente a su mujer. Este acudió a su llamada y volvió con una olla humeante y dos cuencos, en los que sirvió una sopa verde y espesa hecha con ajo, pan y guisantes. Después alquilaron una habitación y Ruy fingió que iba en busca de la viuda. Salió por el portillo y dio un rodeo para que no le viera el alguacil de la puerta este. La tarde ya teñía el cielo de rojo cuando divisó el bosque en el que se escondían.