lunes, 24 de diciembre de 2007

Capítulo I: Tiempos de paz (2ª entrega)

Segunda entrega del primer capítulo de esta novela histórica, preludio de la campaña Rincón de Aquelarre.


Ataúlfo hacía guardia con su hermana Estela. No había consentido que se quedara sola con aquellos borricos. Muchos la miraban con lascivia, y no estaba tranquilo ni siquiera dejándola con las mujeres. Ella protestaba continuamente por su sobreprotección, pero al final siempre terminaba haciendo lo que le decía. La observó sentada en la roca, aburrida, tirando lejos pequeñas piedras. Con aquella escueta túnica de cuero y el pelo tan corto tenía la apariencia de un muchachillo endeble, pero cuando uno se fijaba bien podía ver unos maravillosos ojos azules de mirada arrebatadora, una boca de labios rojos y carnosos y un cuerpo esbelto por el que cualquier hombre suspiraría. Se había hecho muy mayor desde la última vez que la vio, y aún se sorprendía del cambio que había experimentado. Las tripas de Ataúlfo sonaron, y se dio cuenta que no habían comido desde hacía horas. Llevaba un poco de pan y queso en el zurrón.
– ¿Tienes hambre? –le preguntó a Estela. Esta no respondió. Aún estaba enfadada. Había protestado cuando le ordenó ir con él a hacer la guardia. La cogió de un brazo y la arrastró a la fuerza mientras ella chillaba y le insultaba, para mofa de cuantos allí se encontraban. Ataúlfo sabía por qué lo hacía. Quería tener la oportunidad de quedarse a solas con Ander, aquel vascón aterciopelado que traía locas a todas las mujeres del campamento. Pero no se fiaba de él. Y además no pensaba dejarle que preñara a su hermana y tener que hacerse cargo de un crío–. Toma un poco de pan al menos.
Ataúlfo se acercó a ella y le ofreció un trozo. Estela le miró con gesto torcido y le arrancó el trozo de la mano. Estaba hambrienta. Ataúlfo sonrió, se sentó en el suelo frente a ella y comió también un mendrugo de pan. Fue entonces cuando vieron acercarse a Ruy. Ataúlfo se levantó de un salto.
– ¿Dónde está Sancho? –le preguntó a Ruy, temiendo que le hubiera sucedido algo.
– Está en la posada del pueblo –contestó este–. He tenido que venir. El mercado es dentro de tres días y se hace dentro del castillo. Le preguntaré a Pierre si podemos esperar hasta el jueves.
– ¿Hasta el jueves? –replicó Ataúlfo–. ¡Si no nos quedan provisiones!
– Pero si aguantamos un poco podemos llevarnos un buen botín –arguyó Ruy–. Hay sembrados, y tienen ganado. Y la madrugada del jueves ya habrá allí muchos mercaderes. Nos puede salir redondo.
Gritó la última frase, alejándose en dirección al campamento. Se habían instalado en mitad de un bosque, al abrigo de las pobladas copas de los árboles. Un grupo tan numeroso no podía pasar desapercibido de otra manera. Las mujeres estaban encendiendo pequeños fuegos para asar la poca carne que les quedaba. Los niños correteaban entre ellas, jugando con los perros, y sus desconocidos padres se entretenían de diversas maneras. Algunos se jugaban a los dados el botín que aún no habían conseguido; otros se emborrachaban y perseguían a las putas que acompañaban a la tropa; otros fornicaban con ellas en mitad del campamento y sin ningún rubor. Los nobles descansaban en sus tiendas, atendidos por sus criados. Pierre Navarr había conseguido reunir un contingente de más de sesenta hombres, todos ellos expertos combatientes, entre los que se encontraban cinco de esos hidalgos sin suerte, que habían engrosado las filas del pequeño ejército mercenario con el puñado de hombres que traían pegados al culo. A todos ellos había que sumar a las mujeres, a los niños y a los rufianes que seguían a la tropa, que sumaban más de medio centenar y, en muchas ocasiones, luchaban como cualquier hombre. Más de cien personas reunidas bajo el mando de Pierre para sacar partido del conflicto entre los dos Pedros, el de Castilla y el de Aragón, uniéndose al mejor postor, y que se habían quedado en la frontera cuando terminaron las contiendas, a la espera de que las llamas de la guerra se avivaran de nuevo. El hambre acuciaba en el periodo entreguerras, y no quedaba más remedio que saquear para sobrevivir. El día anterior la avanzadilla de aquella cabalgata de la muerte había encontrado el pueblo, y Pierre se frotó las manos ante la perspectiva del botín fácil, esperando que fuera uno de aquellos pueblos de realengo, mal defendidos, cuyos vecinos solo contaban con un castillo medio derruido donde guarecerse. Ruy llegó a la altura de la tienda de Pierre, fácilmente identificable por ser la más alta de todas, y por el escudo de armas de los Navarr, que colgaba de la rama de un árbol. A la izquierda de la tienda descansaban los acemileros, junto con las mulas y los carros que contenían la impedimenta, custodiados por algunos de los hombres de Pierre. Cuando el hambre amenazaba bastaba con poner a vigilar a dos o tres hombres de confianza para evitar los intentos de robo por parte de la gentuza que arrastraba la tropa detrás de sí. Ruy entró en la tienda sin que nadie le detuviera. Pierre le esperaba. El francés estaba sentado en su trono particular, una lujosa silla tallada con motivos vegetales, de procedencia árabe, frente a una improvisada mesa construida con dos caballetes y una tabla. Vestía a la manera de los generales granadinos, con una coraza corta muy ornamentada, una maravillosa espada jineta enfundada en una vaina de plata y un casco dorado con plumas que descansaba sobre la mesa. Su pelo era largo, rizado y rubio, y su atractivo rostro mantenía una expresión entre orgullosa y triste que le confería un aspecto autoritario, teñido de dignidad. Lo rodeaban cuatro hombres fuertemente armados, pero sin ninguna uniformidad en sus protecciones. Todo lo que había en esa tienda era fruto de años de cabalgadas y saqueos de toda clase de pueblos y aldeas.
– ¿Y bien? –dijo Navarr con su peculiar acento francés, invitando a hablar a Ruy. Este cogió el cuchillo que tenía escondido en el alzado de su bota derecha y comenzó a trazar en el suelo la disposición de las defensas del pueblo, hundiéndolo en el terreno barroso, mientras describía con todo lujo de detalles todo aquello que había observado.
– El jueves es día de mercado –explicó Ruy–, y se celebra dentro del castillo. Si esperamos hasta la noche del miércoles la mayoría de los mercaderes estará allí, y si esperamos hasta el jueves tendremos más información sobre el interior del castillo y sabremos cuántos hombres lo defienden.
– Ja –se burló Pierre–, hasta el jueves... ¿Crees que esos lobos hambrientos de ahí fuera aguantarán tres días sin comer? Me basta con saber que no hay señor que defienda el pueblo. Atacaremos esta noche. Al abrigo del bosque, por el portillo. Tú y Sancho quedaros dentro y facilitadnos el ataque desde allí.
– ¿Cómo? –preguntó Ruy.
– ¡Será inepto el hijo de puta! –gritó Pierre de repente–. ¡Cómo! ¡Cargaros a un par de alguaciles, maldita sea! ¡Haced algo útil! Y ahora largo.
Ruy salió a toda prisa de la tienda para evitar seguir exponiéndose a la furia de Pierre. Aquel hombre tenía unos inesperables accesos de ira de auténtica mala leche. Se contaban muchas historias sobre él, pero había una que se repetía más que las demás. Decían que era de Gascuña, hijo de un noble, un buen hombre, piadoso y erudito, que administraba sus propias tierras y protegía a sus vasallos. Un día intercedió por un judío que iba a ser lapidado en la plaza del pueblo, y fue por ello acusado de hereje y amigo de judíos por la Inquisición. Poco después fue quemado en la plaza de armas de su propio castillo, y las gentes que tanto había ayudado se burlaron de él. Sus propiedades fueron confiscadas, pero su hijo Pierre logró escapar, lleno de odio y resentimiento hacia toda la raza humana. Tal vez por ello se hizo mercenario, arrimándose al árbol que más calentaba, sin importarle los ideales de la gente por la que luchaba, solamente su propio bienestar. Era el típico soldado de fortuna, envidiado, imitado y temido por todos, un ser inmisericorde que basaba su fuerza únicamente en sus armas y su poder de destrucción, un auténtico jinete del Apocalipsis que emulaba al famoso Atila, pues cierto era que por donde pasaban sus huestes no volvía a crecer la hierba. El rastro de dolor y destrucción que dejaba tras de sí obligaba a unirse a su tropa a las mismas gentes a las que había saqueado, torturado y violado, pues no cabía la posibilidad de que pudieran empezar de cero en los valles en los que un día tuvieron su hogar y que habían quedado reducidos a yermos donde jamás volvería a crecer nada. Su tropa era una jauría de lobos hambrientos que consumía todo a su paso. Y la única manera de sobrevivir era elegir ser lobo en lugar de cordero. Ruy lo sabía muy bien. Conoció demasiado pronto la desolación de la guerra, el hambre y la peste. Pero desterró aquel terrible recuerdo de sus pensamientos. De vuelta al pueblo se detuvo otra vez en el lugar donde Ataúlfo hacía guardia con su hermana. El navarro se veía muy aburrido; seguro que había vuelto a pelearse con Estela; por eso pareció animado cuando vio llegar a Ruy de nuevo.
– ¿Qué dice el francés? –preguntó con su enérgica voz.
– Prepárate, el ataque es esta noche –respondió Ruy.
– ¿Vas a por Sancho?
– No, nosotros nos quedamos allí. Os ayudaremos desde dentro.
– Tened cuidado –dijo Ataúlfo, con sincera preocupación. Ruy le hizo una señal con la mano al tiempo que se volvía hacia el camino, dándole a entender que no debía preocuparse.
Le caía bien el navarro. Lo había conocido en el campamento el año pasado. Era un soldado muy diestro, tanto o más que el propio Pierre. Sus musculosos brazos y su estatura daban una idea de su prodigiosa fuerza. Lo había visto muchas veces soltando hachazos como un endemoniado. Era capaz de mantener a raya a cualquier enemigo; incluso estando rodeado era muy peligroso, ya que enarbolaba el hacha de manera que nadie se le podía acercar sin recibir un buen golpe. Sancho y Ruy trabaron amistad con él el día en que salvaron a su hermana de morir a manos de un soldado enemigo. A partir de entonces habían perdido la cuenta de las veces que se habían salvado la vida mutuamente, y aquello les había unido. Tal vez aquella noche se vieran forzados de nuevo a estrechar aún más sus lazos de amistad.

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