lunes, 24 de marzo de 2008

Capítulo I: Tiempos de paz (4ª entrega)

Aquí está la cuarta de las seis entregas de este capítulo introductorio al módulo Rincón de Aquelarre.


Todo estaba preparado. La caballería estaba delante, esperando la señal de Pierre. La infantería estaba detrás, y aún más atrás las mujeres y las provisiones. Se había fabricado un ariete, y se había designado a seis hombres para sostenerlo. Pierre había dado la orden a un pequeño grupo de no atacar el arrabal hasta que hubieran abierto la puerta. Sabía que sus hombres se dedicarían a saquear en cuanto tuvieran la ocasión, pero era importante que comprendieran que el mayor botín estaba al otro lado de la muralla, y que solo sacarían provecho si actuaban con rapidez. A pesar de que había allí reunida alrededor de un centenar de personas, el silencio era total. Era la calma tensa de la tropa previa a un ataque. Algunos rezaban en silencio a sus santos protectores, otros acariciaban sus amuletos, cosidos en las armaduras. Ataúlfo era de los que no creía en aquellos rituales personales; solo creía en la fuerza de sus brazos. A la derecha estaba ibn-Rashid, un moro que se les había unido recientemente; rezaba fervorosamente, arrodillado y con la cabeza pegada al suelo. Ataúlfo pensó en lo absurdo que era rezar a los santos y a Dios pidiéndoles que intercedieran por ellos, cuando iban a causar tanto mal. Si Dios estaba en alguna parte, no se encontraba entre ellos. Al menos no con él. Hacía tiempo que le había abandonado. Estela estaba detrás de él, con su cuchillo. La observó. Ella era lo único que le quedaba, por eso la protegía tanto. Era su única razón para vivir, y se aferraba a ella con tanta fuerza que, lo reconocía, a veces llegaba a ahogarla. Desde que la rescató de su aciago destino en Pamplona la había adiestrado en el manejo del cuchillo. Deseaba que supiera defenderse por sí misma cuando él ya no estuviera. Debía aceptar el hecho de que en cualquier momento una saeta o la punta de una lanza pudiera atravesarle. Podía ser esta misma noche. Así era la vida de soldado. Revisó su armadura para apartar los malos pensamientos. Comprobó que las correas estuvieran bien atadas, revisó el asa de su escudo y el filo de su hacha, se aseguró de que el puñal siguiera en su sitio, se ajustó aún más el capacete, atándolo con fuerza bajo su barbilla. A veces la supervivencia dependía de pequeños detalles. Un escudo cuyas correas de sujeción cedieran ante un golpe, una armadura cuyas piezas se soltaran de improviso, una vaina que se desprendiera del cinto en el fragor de la batalla... no había que dejar nada a la suerte, pues al hacerlo se arriesgaba la vida tontamente. La voz de Pierre resonó en el bosque, indicando que el ataque estaba a punto de iniciarse. Todo el mundo ocupó su puesto. Todo aquel que disponía de arcos o ballestas se situó justo detrás de la caballería. Los encargados del ariete se colocaron tras ellos. A pesar de la variopinta procedencia y armamento de la tropa, Pierre se esforzaba en imponer cierto orden. Su meticulosidad era tan eficaz como mortífera. A esto había que añadir el miedo y el desconcierto que provocaban los ataques nocturnos. Siempre atacaban a altas horas de la madrugada, sembrando el terror entre los vecinos, que se despertaban en medio de la oscuridad, desorientados y sin capacidad para reaccionar. Lo mismo ocurría con la poca milicia que pudiera haber en el lugar, a la que se le venía encima toda una tropa y se veían obligados a luchar sin poder percibir apenas de dónde les venían los golpes. Para cuando el sacristán acudía a tocar la campana de la iglesia para dar la alarma, si es que tenía la oportunidad, la entrada a cualquier tipo de refugio que existiera en el lugar ya había sido bloqueada. Pierre podía ser cruel y desconsiderado con sus hombres, pero sabía muy bien lo que hacía. Permaneciendo a su lado cualquiera se aseguraba un bienestar que jamás alcanzaría trabajando honradamente.
Pierre dio la señal para salir del bosque. Los cascos de los caballos emitían golpes secos y sordos al entrar en contacto con el terreno lodoso. Poco a poco, toda la hueste fue emergiendo del bosque en silencio y en formación, como si se tratara de un ejército de fantasmas. A una señal de su capitán, los caballos marcharon al trote y la infantería aligeró el paso. Cuando se encontraban a unas trescientas varas de distancia, Pierre profirió un grito y todos los hombres comenzaron a correr, gritando a su vez y enarbolando sus armas. La vanguardia tardó apenas unos segundos en llegar al arrabal. La orgía de muerte y destrucción había comenzado. Ataúlfo se dirigió a una de las chabolas de madera que se encontraban en el sector occidental, en compañía de Estela. Sentía a su alrededor el ansia asesina de sus compañeros de saqueo, los violentos golpes asestados con sus armas, el crepitar de las primeras llamas. Derribó la puerta de la choza con su hacha y entró como una exhalación. Dentro no se oía nada. Le pidió la antorcha a su hermana, para comprobar que había entrado a una casa completamente vacía. No había ni un triste mueble, ni sacos, ni paja, ni cacerolas, ni tablas, nada de nada. Devolvió la antorcha a Estela y salieron rápidamente de allí para dirigirse a la chabola de al lado, pero cuando llegaron salía de ella ibn-Rashid.
– ¡Nada ni nadie! –gritó con su fuerte acento árabe.
– Tampoco en la nuestra –contestó Ataúlfo.
Miraron a su alrededor y vieron que los demás también estaban detenidos ante las puertas de las casas. Parecía que aquel sector estaba despoblado. Los hombres comenzaron a gritar, anunciando que el lugar estaba desierto, y se movieron hacia la parte sur del arrabal. Pero cuando llegaron allí el desconcierto también era patente. Todo el mundo deambulaba de un lado a otro, entrando y saliendo de las casas. Allí no había ni un alma. Ataúlfo miró hacia el portillo por donde habían planeado entrar. El ariete ya estaba dando golpes. Uno de los hidalgos dirigía a los hombres que lo sostenían, que empujaban el pesado ingenio de madera agarrándolo por las asas y haciéndolo rodar hasta que su afilada punta impactaba contra la puerta, y retirándolo después para volver a iniciar el proceso. La puerta parecía resistente, pero era pequeña y no se mantendría en pie mucho tiempo. De repente, para sorpresa de todos, mientras movían hacia atrás el ariete, la puerta se abrió. Ataúlfo tuvo un mal presentimiento; cogió a su hermana del brazo y se alejó de allí. Entonces docenas de saetas salieron disparadas desde el otro lado de la puerta, acribillando a los encargados del ariete y al hidalgo que les dirigía desde su caballo, que murieron en el acto. Después comenzaron a salir jinetes vestidos de azul que se desperdigaban en todas direcciones, persiguiendo a los frustrados saqueadores, que ahora corrían despavoridos por doquier. Pierre les instó a resistir y luchar contra los caballeros, pero el pánico había cundido desde que salió disparada la primera saeta; nadie esperaba una respuesta tan violenta. El francés y sus más allegados luchaban por su vida contra un grupo de jinetes que les había rodeado. Los demás hidalgos intentaban contener sin éxito la brutal embestida de la caballería, que seguía saliendo por la puerta. Las fuerzas estaban igualadas al principio, pero aquello había cogido totalmente por sorpresa a la tropa mercenaria, cuya mayoría era atravesada por las lanzas de los defensores o huía hacia el bosque. Ataúlfo y Estela habían huido hacia la parte occidental del arrabal. Mientras corrían, Estela llamó a su hermano con un grito de terror. Este miró hacia atrás y vio que estaban a punto de ser alcanzados por uno de los jinetes, que preparaba ya su arma para descargarla sobre Estela. Ataúlfo se retrasó hasta ponerse delante de ella, interponiéndose como una montaña con sus casi dos varas de altura. Alzó el escudo y esperó el golpe. Y este llegó con toda la potencia que cabía imaginar. Ataúlfo sintió una tremenda sacudida en su brazo, y supo que se lo había partido. El escudo voló por los aires hecho trizas, y él rodó por los suelos, magullándose todo el cuerpo. Aturdido, levantó la vista y vio que el jinete detenía su caballo y daba la vuelta para volver a la carga. Miró hacia atrás y vio que Estela estaba tendida boca abajo e intentaba ponerse en pie; la había arrastrado consigo en su caída. El jinete espoleó a su caballo, que salió disparado hacia ellos. La visera de la celada ocultaba su rostro, y bajo el sobreveste azul se dejaba ver una armadura de malla con refuerzos metálicos que le cubría todo el cuerpo. El caballo también iba muy bien protegido, con una barda que solo dejaba expuestas sus patas. Aquellos jinetes no eran simples alguaciles a las órdenes de un merino. Ataúlfo buscó su hacha; la había perdido tras la tremenda embestida. El jinete enristró su lanza. Ya no había tiempo para recomponerse. Solo podía hacer una cosa. El gigante navarro tomó el puñal de su cinto. El caballo se acercaba veloz como un rayo, pero tenía que aguantar todo lo posible si quería tener alguna posibilidad. Levantó el puñal a la altura de la sien, fijó la vista unos segundos y lo lanzó. La hoja se hundió en la pata delantera del animal, que detuvo su carrera, alzándose y relinchando salvajemente hasta arrojar al jinete de la silla. Este dio con sus huesos en el suelo con un sonoro golpe metálico de su armadura y, antes de que pudiera reaccionar, su montura cayó sobre él aplastándole. Ataúlfo recogió su hacha y ayudó a Estela a levantarse. Esta lo miró preocupada al ver que su brazo izquierdo colgaba fláccido del hombro.
– No es nada –le dijo, para tranquilizarla, y le empujó para que corriera delante de él.
Un caballo desbocado les adelantó por la izquierda, pasando tan cerca de ellos que cayeron ambos al suelo. Era el caballo de Pierre.

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