martes, 31 de marzo de 2009

Libro de la Penumbra

Hora es ya de dedicar unas palabras al segundo volumen de Arcana Mundi, el llamado Libro de la Penumbra, que dedica todo su contenido a la teúrgia, que es la práctica mediante la cual los romanos podían obtener el poder propio de las divinidades a las que adoraban. Mas voy a abstenerme de ofrecer una crítica a dicho libro, como hice con el primero, pues creo más interesante, mientras esperamos la llegada de nuestro pedido del último libro de la trilogía, ya a la venta, ordenar un poco la ingente cantidad de información nueva que proporciona, aclarar conceptos y resumir los contenidos más importantes, sin hacer más referencia que a la parte de ambientación.

Lo primero que debemos tener claro es qué es un teúrgo, y saber distinguirlo de otro tipo de usuarios de magia en el mundo antiguo, como lo son los taumaturgos y los goéticos.

El teúrgo es el mago que pretende obtener poder a través de la comunicación con el dios o los dioses a los que rinde culto. En este sentido, se parecen mucho a los clérigos, tal y como han sido estos entendidos en el mundo del rol, ya que estos también obtienen poder por mediación de su divinidad; sin embargo, parece que la fuente del poder de los clérigos es su fe, mientras que en los teúrgos esta fe se sobreentiende, y es en su conocimiento de los ritos apropiados para contentar a la divinidad en donde reside su verdadera fuerza. Estos ritos deben entenderse como un complejo procedimiento mediante el cual el teúrgo puede comunicarse con una deidad, normalmente para solicitarle algo, ya sea para sí mismo o para terceros, y sea beneficioso o perjudicial. Se distinguen especialmente de los taumaturgos en que estos, en lugar de realizar una petición al dios para que le conceda su poder, se lo roban directamente.

Pues bien, el Libro de la Penumbra explica con gran profusión cómo se realizan estos ritos, qué clases hay, qué elementos entran en juego en cada uno, con qué fines se pueden realizar, a qué dioses y un largo etcétera que en un primer momento puede abrumar al lector. Desde el principio se nos presenta la teúrgia como una de las prácticas más nobles, en contraposición a otras dos, la taumaturgia y la goecia, en cuyos practicantes se atisban ya signos de corrupción, y que veremos con más detalle en el Libro de la Oscuridad.

Pero antes de proseguir, debemos subrayar el argumento, el leitmotiv, que subyace en este estupendo juego de rol, que convierte en protagonistas a los teúrgos. Roma, la Ciudad Eterna fundada por los descendientes del héroe troyano Eneas, fue la ciudad elegida por los dioses para demostrar su poder, aquella que haría temblar al mundo entero y sería una conquistadora imparable bajo los designios divinos. Así, lo que comenzó siendo poco más que un poblado mal amurallado, terminó siendo la mayor potencia que ha conocido la Historia de los hombres. Sin embargo, los romanos, en un siglo turbulento en el que el indestructible titán que es su imperio empieza a flaquear, han comenzado a rendir culto a otros dioses y a descuidar el de aquellos que les otorgaron su poder, y por ello los dioses olímpicos, al sentirse traicionados, han abandonado a su suerte al pueblo elegido. Los teúrgos de los diferentes cultos a los dioses grecorromanos se apercibieron de la catástrofe que se cierne sobre su pueblo, y por ello, en la llamada Noche del Juramento, decidieron aparcar sus diferencias y unirse en un Pacto Secreto para intentar revertir esta situación. No obstante, no acudieron representantes de todos los cultos grecolatinos, y algunos de los que acudieron, o no mostraron su acuerdo con los demás, o su presencia está teñida de oscuridad, ya que los representantes de los cultos no se ponen de acuerdo sobre su comparecencia.


De aquí nace la subdivisión de los diferentes cultos practicados en Roma, atendiendo a su papel en el devenir de la historia de los romanos contemplada desde el punto de vista de sus dioses protectores, los olímpicos, y a su participación en el Pacto Secreto.
Tenemos en primer lugar los cultos del Pacto, cuyos representantes asistieron a la Noche del Juramento para tratar de restablecer la llamada pax deorum, es decir, congraciar los dioses con el pueblo que eligieron como muestra de su poder. Estos son los cultos de Júpiter, Juno, Marte, Vulcano, Neptuno, Ceres, Venus, Minerva y Vesta; sin embargo, se debe señalar que los teúrgos del culto a Neptuno prácticamente han desaparecido en el momento histórico en que se enmarca el juego, y que los de Vesta, aunque son miembros del pacto, no participan activamente en él.
En segundo lugar, los cultos condenados, que son todos aquellos ajenos a la tradición grecolatina, como el Dios cristiano o el hebreo, los dioses egipcios, mesopotámicos, indios, y en general todos los distintos a los dioses patrios.
En tercer lugar, existe un reducido número de cultos muy interesante, que mantiene una posición ambigua con respecto al Pacto. Se trata de cultos grecolatinos que, o bien no han mostrado su acuerdo explícitamente con los miembros del Pacto, o bien no hay constancia de que tuviera representantes presentes en la Noche del Juramento, como son el de Mercurio, Apolo y Proserpina, por ejemplo.

Obviamente, el libro se centra en los siete cultos jugables, todos ellos pertenecientes al Pacto Secreto. En cada uno de los dioses por separado se concentra una o varias cualidades propias del ser humano; así, la diosa Venus representa la belleza, la diosa Minerva la sabiduría, etc. Por ende, cada culto tiene un cometido directamente relacionado con el poder de su dios y con su papel en el Pacto Secreto.
Los dialis, seguidores de Júpiter, tienen como principal cometido restablecer el equilibrio perdido, intentando que la sociedad observe con especial atención la res divina, haciendo que cumplan con sus obligaciones religiosas. Como seguidores del padre de los dioses, actúan como el padre que debe llevar a su prole por el camino recto, y sus miembros son la élite de la sociedad.
Las dóminas son las seguidoras de Juno, la madre severa que comparte con Júpiter la obligación de reinar sobre dioses y hombres. Es considerada la diosa tutelar del pacto. El papel de sus seguidoras es proteger al Pacto de sus enemigos, independientemente de que procedan del mismo Pacto o que sean ajenos a él.
Los saliaris son los seguidores de Marte, dios de la guerra, y se encargan tanto de proteger el territorio como de ampliarlo mediante las conquistas.
Los mulciberi adoran a Vulcano, dios de la fragua, las creaciones artesanales, y el fuego creador y destructor. Podríamos decir que pretenden poner la ciencia al servicio del hombre, recreando el poder de los dioses a través de sus creaciones, aunque no queda muy claro cuál es su cometido para con el Pacto. Sus grandes aliados son los seguidores de Minerva, con los que comparten la fascinación por la creación.
Los satoris son los seguidores de Ceres, diosa de la vida y la naturaleza en su faceta más creadora, muy adorada en el ámbito rural. La vuelta del hombre al campo ha sido desde comienzos del imperio una asignatura pendiente para la sociedad romana (materializada en las Geórgicas de Virgilio); el mundo agrícola es el principal sustento del pueblo elegido, y los satoris se encargan de rendirle el culto que merece a través de su diosa. Los satoris mantienen disputas desde muy antiguo con los dialis y los saliaris, que ansían las riquezas y las tierras que cuidan con tanto celo, y si bien se han visto forzados a entenderse tras la Noche del Juramento, ello no ha impedido que se cometan misteriosos asesinatos relacionados con su rivalidad ancestral.
Si Ceres es la diosa de la naturaleza y la tierra fértil, Venus lo es también de la fertilidad, pero referida ésta al ser humano. Sus seguidores, los vitalis, podrían definirse como unos auténticos epicúreos, que entienden que la felicidad se encuentra en la satisfación de los placeres más elementales, y como tales representan la fuerza vital, propia de los héroes que descienden de esta diosa, como Eneas o el propio Julio César. Si los dialis mantienen una organización rígida, en los vitalis todo es caótico, pues en su principal virtud reside también su mayor vicio: el placer sólo busca el placer, y al final la satisfacción del cuerpo termina por sustituir y ensombrecer por completo a la del alma.
Y tenemos por último a los bellatores, los guerreros, que no son, como podría parecer en un principio, seguidores de Marte (estos son los saliaris), sino de Minerva, diosa de la justicia y de la sabiduría. Es protectora de la humanidad, como Juno, pero a diferencia de esta, que trata de defender a la humanidad de sí misma, la defiende de sus enemigos. Todo bellator ansía convertirse en un héroe; su papel dentro del Pacto es el de protección, pero esta no ha de ser siempre llevada a cabo mediante las armas, como los saliaris, sino también a través de la sabiduría.

Dicho esto, el Pacto debe entenderse como una congregación, una sociedad de cultos diferentes, con intereses muy dispares y a veces incluso antagónicos, pero que sirven a un bien común: el restablecimiento de la pax deorum, que devolverá el esplendor al pueblo romano. Como sociedad secreta, tiene sus propias leyes y organización, intrincada esta última con la política, las cuales deben observar todos sus miembros, con independencia de las propias de su culto. Dicho sea de paso, no sólo de teúrgos se nutren los cultos y el Pacto, pues dentro de éstos también militan los distintos tipos de sacerdotes que desempeñan las diversas funciones necesarias para el cumplimiento de los deberes religiosos, así como los fieles, imprescindibles para que el culto se mantenga con vida.


Pero centrémonos en los teúrgos, sobre todo en qué poderes obtienen y cómo los obtienen. Los poderes de los teúrgos dependen de la divinidad a la que adoran. Mientras que un teúrgo de Marte tiene gran poder en los asuntos relacionados con la guerra, el de un teúrgo de Vulcano se concentra en la creación de ingenios artesanales; pero, en cualquier caso, un teúrgo sólo puede imitar el poder de su dios. El poder de los dioses emana de la llamada dinamis, una gran fuerza procedente de los primeros dioses que se halla presente en todo el mundo, aunque de manera desigual, ya que existen localizaciones, y fechas, en la que esta se manifiesta con mayor poder. El teúrgo trata de obtener poder de esa dinamis a través del conocimiento de los misterios, que muestran cómo extraer el poder de la dinamis para hacer actuar al indigitamenta, que es el poder específico del dios. El libro recoge trece misterios distintos, y cada culto posee tres de ellos, relacionados con el poder de su dios; algunos incluso son compartidos por varios cultos. Así, tenemos, por ejemplo, misterios como la Hierofanía, relacionado con la madre tierra y su simiente, propios de los satoris (adoradores de Ceres), y otros como Vitae, relacionado con la vida, que comparten satoris (Ceres), vitalis (Venus) y saliaris (Marte). Dentro de los misterios, tenemos los dominatus y las numina. Para entendernos, los dominatus serían algo así como habilidades que adquiere el teúrgo como resultado de su estudio de un misterio determinado, mientras que las numina representan los diferentes "hechizos" que se pueden realizar partiendo del misterio en cuestión, ordenados por grados, y son estas las que requieren de la realización de acciones destinadas a comunicarse con los dioses, conocidas aquí como conjuraciones. Para obtener el poder que encierra una númina es necesario realizar uno o varios tipos de conjuraciones, según esta, de manera que se pueda establecer comunicación entre el teúrgo y su dios de manera óptima; estas son las preces, que son simples oraciones; sacrificium, que son ofrendas de animales a la deidad, cuya muerte libera dinamis; y las caeremonia, complicados rituales en los que se deben seguir varios pasos y utilizar determinados objetos. A veces, la realización de una númina requiere de la participación de varios teúrgos, lo que se conoce como supplicatio; esto es independiente del tipo de conjuración necesaria para activar una númina. Igualmente, tres son las formas en las que se manifiestan los poderes de los indigitamenta que encierran las numina: evocaciones, cuando los efectos se manifiestan de forma directa y generalmente son de escasa duración; dones, cuando el poder afecta al propio teúrgo, siendo de larga duración; y lustraciones, cuando los efectos van destinados a proteger al teúrgo de fuerzas adversas.

Como habrá comprobado el lector, el sistema de magia de Arcana Mundi es realmente excepcional, ya que hunde sus raíces en el culto grecolatino y es fiel en todo momento a la religión tal y como la entendían los romanos. Es de vital importancia entender la esencia de esta religiosidad para comprender cómo funciona la teúrgia, qué poder se puede obtener de ella, cómo y por qué. Todo jugador que pretenda asumir el papel de un teúrgo deberá dominar la terminología a la que se ha hecho referencia hasta ahora, comprender las diferencias entre dinamis, indigitamenta, misterio, numina, etc. Resulta esencial comprender que el poder de los dioses se concentra en el indigitamenta, que es un ente que manifiesta la voluntad divina, y que este poder se materializa gracias a la dinamis, que es la fuerza de la que se nutre y que lo hace posible; los misterios, por otra parte, enseñan cómo obtener la dinamis necesaria para que se materialice el indigitamenta. Espero haber ayudado con este artículo a comprender este maravilloso entramado que conforma el poder de la teúrgia en Arcana Mundi.

Pero aún hay algo que añadir antes de terminar. Es interesante el concepto del genius. Se trata de una parte de la fuerza de la que se sustenta el alma para existir, y se alimenta de la dignitas. Como vimos en el Libro de la Luz, la dignitas es una fuerza intrínseca en todo ser humano que determina su carácter, y que se compone de tres partes: voluntas, gravitas y fides. Cada una de esas partes encierra en sí una determinada cantidad de dinamis inherente a la persona, que es la que el genius utiliza para subsistir. El genius existe incluso en seres inanimados, como montes o ciudades. Este permanece dormido en el interior del ser al que pertenece, pero los teúrgos saben despertarlo. Puede actuar de forma parcialmente independiente, pero sus acciones tienden a la protección del teúrgo, con el que se puede comunicar para este fin a través de sueños u otras manifestaciones. En definitiva, es algo muy parecido a la versión grecorromana del ángel de la guarda.

La contrapartida del genius es la sombra. Mientras que el genius se alimenta de la dinamis contenida en la dignitas, la sombra lo hace de las versiones sombrías de esta: malignitas, dementia e impietas. Podríamos definir la sombra como la parte del alma que ha sido consumida por la dinamis y sometida a ella, y esta crece cada vez que el teúrgo es incapaz de controlar la dinamis que se libera cuando lleva a cabo una numina (en otras palabras, cuando falla un hechizo). Esto se puede paliar mediante el pago de un tributo, en forma de ofrendas, pero tarde o temprano puede dar lugar a la aparición de los llamados estigmas sombríos, que son manifestaciones de la sombra que dependen del dios del que se obtiene el poder y del uso que el teúrgo haga de los misterios. Estos estigmas conceden mayor poder a quien los tiene, pero lo van consumiendo paulatinamente hasta convertirlo en un ser inhumano. Tal es el riesgo que debe correr el teúrgo al pretender hacer uso de los poderes divinos.

viernes, 27 de marzo de 2009

Renacimiento

Hace tiempo que guardo silencio, tanto en este blog como en otros lugares de internet en los que soy asiduo, por una parte porque, por unas cosas u otras, todos mis proyectos se encuentran estancados, pero sobre todo porque ya sabemos que los deberes diarios son los que mandan y suelen relegar nuestras aficiones a un indeseado segundo plano. Pero hoy podía haber guardado silencio para siempre. Y como sé que una de las mejores formas de hacer frente a las experiencias traumáticas es hablar sobre ellas, y escribir precisamente no se me da muy mal, dejo aquí constancia del suceso, para amonestar a quienquiera que piense en cometer el mismo error que yo, pero principalmente para mí mismo, para que nunca olvide un error que me podía haber costado la vida, aunque aún la Parca no tuviera pensado cortar el hilo para dar fin a mi existencia.

Puede que leáis algunos tópicos en mi relato, pero no por ser tópicos son menos ciertos. El primero en entrar a escena es el de que uno nunca piensa que le puedan pasar a él las cosas malas que oye que le ocurren a terceros. Pero pueden pasar en cualquier momento, y por poco que sea el tiempo que te expongas al peligro. Me encontraba esta mañana estudiando en mi habitación, como casi todos los días, y a la espera de una llamada del ayuntamiento de mi pueblo, que espero desde hace ya tiempo, que me anuncie que por fin ha llegado una subvención a mi nombre para trabajar en el área de Juventud. Recibí una llamada, pero era de mi madre, que había ido a Córdoba con mi padre a comprar algo de ropa para Semana Santa, aprovechando que él trabaja allí y tiene que coger el coche todos los días para desplazarse. Me dijo que iba a subir a un autobús que le iba a dejar en el pueblo de al lado, y que fuera a recogerla. Sólo se tardan diez minutos en llegar desde aquí; por eso me confié, tanto que cuando aparté la mirada del libro momentáneamente para comprobar la hora, descubrí que ya apenas quedaban quince minutos para que el autobús llegara al pueblo. Rápidamente, repetí el ritual cotidiano de ponerme la chaqueta, coger las llaves de casa, coger las llaves del coche y palparme los bolsillos para comprobar si llevo la cartera y el móvil; esta vez olvidé el móvil, y estuve a punto de dejarlo en casa, porque sólo iba a estar fuera veinte minutos; pero, por suerte, lo pensé mejor y lo cogí, por si volvía a llamarme mi madre por lo que fuera. Resulta muy curioso cómo automatizamos nuestras acciones cotidianas, cómo actuamos por impulso, sin pensar, de manera que a veces incluso no somos conscientes si nos saltamos algún paso. Eran las una menos cuarto del día de hoy; la hora punta del tráfico estaba muy cerca, y para colmo me di cuenta de que no me quedaba gasolina. Hay dos gasolineras en mi pueblo; primero fui a la más cercana, pero había un camión repostando, así que fui a la otra y, oh sorpresa, otro camión repostando. Pasaron unos cinco minutos y, harto de esperar, salí de la gasolinera. De todas formas, aún no se había encendido el piloto que indicaba que el coche estaba en la reserva, y de mi pueblo al otro no distan más de siete u ocho kilómetros, así que pensé que habría gasolina suficiente para el trayecto de ida y vuelta. Faltaban ya solamente cinco minutos cuando salí a la carretera comarcal que une los dos pueblos. Una carretera que ha visto un sinfín de accidentes, por su estrechez, sus constantes cambios de rasante, sus endiabladas curvas, ninguna de las cuales tiene visibilidad, y porque el firme de la carretera no suele estar en buenas condiciones. Pisé el acelerador más de lo debido, lo confieso; debía circular a unos setenta, tal vez ochenta kilómetros por hora, en una zona en la que el límite de velocidad marcado por una señal vertical era de cincuenta. Había perdido mucho tiempo, y quería llegar lo antes posible para recoger a mi madre. Pero precisamente por querer llegar a tiempo, no llegué. Me encontraba subiendo una cuesta a la velocidad indicada, al final de la cual había un cambio de rasante con una curva cerrada y sin visibilidad. Un coche pasó en dirección contraria antes de que llegara arriba. Me dispongo a dar la curva cuando, de repente, oigo un ruido; no fui consciente hasta mucho tiempo después, pero la rueda delantera izquierda había reventado. Cuando quise enderezar el volante, el coche no me respondió. No recuerdo exactamente lo que hice, pero seguramente, aunque sólo fuera por instinto, presionaría el freno; no obstante, el coche no sólo no se detenía, sino que además no aminoraba la velocidad. La curva se terminó e invadí el carril contrario. No había absolutamente ninguna visibilidad, por lo que no podía saber si venía algún coche de frente.

Uno nunca piensa que pueda tener un accidente, y menos en un trayecto tan corto. Pero los accidentes ocurren, y para colmo, esta vez fueron los dos factores clave los que conjuraron para intentar mandarme al Hades, el Paraíso, el Infierno, Valhala, el Daziarn, las estancias de Mandos o donde quiera que vayan los muertos, si es que van a algún sitio: mi imprudencia y el fallo del propio coche. Muchos hemos oído esas historias sobre lo que se te pasa por la cabeza en esos momentos: que si las personas queridas, que si los momentos de tu vida... yo puedo decir que, en los diez segundos aproximadamente que estuve en peligro, no tuve tiempo de pensar en nada de eso. Para ser sincero, sólo pensé dos cosas. Primero, cuando perdí el control del coche y vi que invadía el carril contrario, pensé "bueno, muchacho, hasta aquí has llegado." No pensé nada más, ni si había malgastado mi vida, ni si la había aprovechado, ni si había dejado algo sin hacer... nada, sólo eso: "hasta aquí has llegado." Por suerte, el coche que tenía que pasar, había pasado segundos antes, y ninguno se cruzó en mi camino; al menos, no sería responsable de la muerte de otra persona, y ya podía darme por satisfecho. Pero el peligro aún no había acabado: tras superar la cuesta, venía una bajada, por lo que iba a ser muy difícil que el coche pudiera parar. No obstante, tuve una suerte tremenda: al dar la curva, las ruedas se habían quedado orientadas hacia la izquierda, y cuando el coche se estabilizó un poco tras patinar violentamente en ambas direcciones, se salió de la carretera y cayó en una cuneta con una pared elevada, que es la que me salvó la vida. En ese momento, cuando el coche golpeó lateralmente contra la pared, aunque seguía a la misma velocidad, me sobrevino el segundo pensamiento: "puede que tenga suerte." Entonces reaccioné, renuncié a recuperar el control del coche, pues ya era inútil, y me agarre muy fuertemente al volante, poniendo todos mis músculos en tensión para resistir cualquier golpe que pudiera recibir, intentando así evitar salir despedido por el impacto; a mi favor estaba la bonísima costumbre que tengo de ponerme siempre el cinturón, por muy corto que sea el trayecto que deba hacer. Así pues, protegido por el cinturón, agarrando con todas mis fuerzas el volante y haciendo presión con ambas piernas (seguramente, aunque no lo recuerdo, una de ellas estaría aún presionando el freno), me dispuse a hacer frente a cualquier golpe que me estuviera reservado, ya fuera por los obstáculos del camino o por que el coche decidiera dar unas cuantas vueltas de campana. Oía rechinar la chapa de la puerta al rozar contra la pared de la cuneta; de pronto apareció una señal vertical, el coche la golpeó violentamente y la derribó, sin detenerse. Finalmente, antes de que la cuneta terminara en una zona abierta a un olivar, el coche se fue deteniendo poco a poco, hasta hacerlo por completo. Estuve aún unos diez segundos agarrado fuertemente al volante, sin darme cuenta de que la pesadilla había acabado. No cerré los ojos en ningún momento, sólo grité un poco al principio, cuando descubrí que no tenía control sobre el coche, para después ya concentrarme solamente en intentar sobrevivir. Intenté salir por la puerta de mi lado, pero no podía abrirla, ya que estaba pegada a la pared de la cuneta. Me dispuse a salir por la otra, tras asegurarme de que no venía ningún coche, y salí por fin del vehículo. Sólo entonces me di cuenta de había tenido la suerte más increíble de toda mi vida: en una carretera estrecha y sin ninguna visibilidad en casi ninguno de sus tramos, el coche no había quedado invadiendo la calzada, lo cual hubiera desencadenado seguramente un accidente múltiple, ya que es sumamente difícil esquivar un coche accidentado en una carretera como esa; además, había ido a caer prácticamente en la única cuneta de toda la carretera, ya que el resto está rodeado de sembrados con olivos, cuyo impacto, obviamente, es mortal con bastante probabilidad. Pasaron pocos coches, pero casi todos los conductores se detuvieron para intentar socorrerme. Pero milagrosamente, yo no tenía ni un solo rasguño, ni un golpe, nada; sólo me dolía un poco el cuello, debido a la tensión que había hecho sobre él para soportar las sacudidas. Cuando vi cómo había quedado el coche, comprendí la sorpresa de los conductores que se detenían cuando descubrían que yo me encontraba intacto.

Qué gran invento el móvil. Seguramente pocas cosas haya tan útiles como un móvil en este tipo de situaciones. Llamé a mi madre, la tranquilicé, hice lo mismo con mi padre, llamé a la grúa... mientras me ponía el chaleco y señalizaba el accidente con los triángulos. Había estado a punto de morir, pero estaba muy tranquilo, tal vez por el trabajo que he tenido, en un centro de Alzheimer, en el que me veía obligado a mantener la calma a la vez que sosegar a otras personas casi a diario en situaciones muy estresantes.

Cuando todo pasó, me di cuenta de algo muy curioso: la curva en la que me había salido era primera que se encuentra al salir del cementerio de mi pueblo. Estaba apenas a cien metros de donde, si mi suerte hubiera sido otra, hubiera acabado prematuramente. Siempre me quejo de mi poca fortuna; fijaos que incluso una vez saqué un 12 en la quiniela, pero no pude sellarla porque la administración de mi pueblo estaba cerrada por vacaciones, dejando de ganar los 250 euros del premio. Ahora sé que sí que tengo suerte, y mucha, pero en las cosas que importan de verdad.

Así que aquí sigo, otro día más. Pero aún queda otro tópico más antes de dar fin al relato de este desafortunado incidente: el del cambio de actitud hacia la vida de aquellos que han sufrido situaciones extremas. De hecho, esta entrada la he titulado "Renacimiento". ¿Que es lo que se piensa después de haber estado a punto de bailar al son de la Vieja Descarnada? Pues, no sé si será por lo reciente del accidente (hace sólo cinco horas), pero la verdad es que noto en mí cierta tendencia a valorar las cosas que de verdad importan. No me importa en absoluto haber perdido el coche, ni considero tan importante el hecho de estar en paro y con pocas perspectivas de futuro con mi pareja por el momento, al carecer de sueldo fijo. Lo verdaderamente importante es sentirse querido por los tuyos, e intentar hacer todo lo que piensas que debes hacer en esta vida antes de morir; no inmediatamente, sino a su tiempo, pero sin perderlas de vista. En resumidas cuentas, nada importa más que la búsqueda de la felicidad. En el mundo en que vivimos, muchas veces pensamos que nuestra felicidad depende de la consecución de unas metas que nos fijamos, pero eso no es cierto; los objetivos se pueden cambiar, o se pueden dar rodeos que permitan conseguirlos de otras maneras, pero en ningún caso la felicidad depende de cumplir objetivos, sino de saber cambiarlos cuando estos no se pueden alcanzar, sin que ello conlleve frustración ni decepción alguna.

Ya he soltado la moraleja principal de la historia, pero aún queda otra no menos importante: no seáis tan imprudentes como yo y conducid con prudencia. No importa la prisa que tengas, ni la que tenga quien te espera, ni la que tengan los demás conductores. Si caes en la trampa de la impaciencia, cualquier día que salgas de tu casa puede ser el último que estés en este mundo.