lunes, 28 de febrero de 2011

Latín para roleros

Actualmente, tenemos en España dos juegos que hacen uso del latín como apoyo para la ambientación. Se trata de Arcana Mundi y Aquelarre: en ambos aparecen términos en latín que designan distintos aspectos del reglamento de juego, y que obviamente no saldrán de la boca de ningún personaje durante la partida, pero hay otros que sí pueden usarse en el mundo de juego, como realmente se usaron en su momento. Me estoy refiriendo a palabras como Caerimonia, Genius, Signum, Rex Sacrorum y todas las que se usan para designar lo relacionado con los cultos (bellatores, aetate provectus, hyerofania, etc.) en Arcana Mundi, y el nombre culto de los hechizos que se pueden encontrar descritos en un grimorio en Aquelarre.

Lo que ofrezco a continuación es una guía muy básica que nos enseña cómo pronunciar el latín de la antigüedad y el medieval, y cómo formar el singular y el plural de las palabras. Con estos dos apartados se cubre, a mi entender, todo lo que un rolero necesita saber al respecto, en caso de que utilice el recurso del latín como apoyo para la ambientación.

Pronunciación para Arcana Mundi

Es obvio que las letras que componen el abecedario de un idioma no se pronuncian igual en todos los lugares en los que este se utiliza, y que su dicción sufre cambios también a través del tiempo; además, unas letras aparecen, otras desaparecen, unos utilizan determinadas letras para representar un sonido y otros otras. Sin embargo, podemos establecer un “estándar”, tal como se hace hoy día con todos los idiomas, incluido el español, gracias al cual podamos agarrarnos a un modelo homogéneo que recoja características de todas las peculiaridades distintivas de cada región.

El abecedario latino se compone de estas 23 letras:

A B C D E F G H I K L M N O P Q R S T V X Y Z

Las dos últimos, Y y Z, se adoptaron del alfabeto griego debido a la influencia que ejerció la lengua y cultura helénicas en la Antigua Roma: igual que hubo un tiempo en el siglo XX en que estaba de moda lo francés y hablarlo era un signo de distinción, un romano no podía considerarse realmente culto y distinguido si no sabía hablar el griego.

Habréis notado que falta la J y la U, y es que estas dos letras se añadieron casi un milenio después, a finales de la Edad Media, para diferenciar entre I y J, y entre U y V, pues los romanos no escribían JUPPITER, sino IVPPITER; es decir, que usaban la I y la V indistintamente como vocal y como consonante. Puesto que hoy en día los latinistas también hacen esta distinción, y viendo que en el manual de Arcana Mundi se adopta por lo general este sistema, introduciremos también nosotros estas dos letras.

Vamos a empezar por las vocales, porque existen nada menos que 12 distintas. En un principio solo vemos seis: A, E, I, O, U, Y. Todas ellas se pronuncian igual que en español, con la excepción de la Y, que se parece a la U francesa. Las otras seis son las versiones alargadas de las anteriores, que se suelen representar así: Ā Ē Ī Ō Ū Ῡ, y se pronuncian como si fueran dos vocales seguidas: AA, EE, II, OO, UU, YY. No obstante, aquí vamos a obviarlas, ya que actualmente no se suelen distinguir por no ser nuestro acento tan musical como el de los romanos.

No obstante, sí es necesario hablar de los diptongos. Solo hay cinco en latín, de los cuales los más habituales son AE y OE. Habitualmente, los españoles los convertimos en hiatos cuando los pronunciamos: decimos personáe, cuando deberíamos decir persónae, pronunciando AE en un solo golpe de voz, como pronunciaríamos cualquiera de nuestros diptongos (por ejemplo, el diptongo ai de la palabra aire). Cierto es que nos cuesta algo de trabajo ver la unión de esas dos vocales como un diptongo, y para aquellos a los que les cueste más existe otra posibilidad: pronunciar la e de los diptongos AE y OE como una i; de esta manera, la palabra PERSONAE pronunciaríamos persónai. Se dice que esta era la variante provinciana y la de los rústicos, y la verdad es que podría ser objeto de burla en la corte (comparable al rechazo que produce hoy en día el ceceo en determinados sectores de la población), pero bueno, tampoco vamos a ponernos tiquismiquis ahora.

Y vamos ahora con las consonantes. Las letras B, D, F, K, N, P, R, S, T y X se pronunciaban prácticamente igual que hoy en español, salvo algunas leves diferencias. Vamos a concentrarnos en aquellas que más se diferencian de las nuestras.
C: se pronuncia siempre con el sonido K, incuso delante de e, i; CERES se pronuncia Keres, y MULCIBER se pronuncia Mulkiber.
G: siempre tiene el sonido fuerte ga, gue, gui, go, gu; GENIUS se pronuncia guenius.
H: letra controvertida, que a veces no se pronuncia y otras se pronuncia como una j muy suave; por ejemplo, no se pronunciaba en HOMO, pero sí en la mayoría, sobre todo si se encuentra intercalada. Cuando se une a otra consonante (caso de CH, PH, TH) se pronuncia como si la h fuera una j; por ejemplo, el nombre del centauro CHIRON no se pronuncia con la ch española, sino Kjiron, con la k explosiva seguida de la aspiración j.
J: se pronuncia como la ll o la y consonántica en español; JUPPITER se pronuncia Yúppiter.
L: se pronuncia igual que en español, pero cuando nos la encontramos doble (LL) no tiene el sonido de nuestra y consonántica, sino que se pronuncia geminada, es decir, como si fueran dos eles; así, BELLATOR se pronuncia bel-látor.
M: igual que en castellano, pero cuando va a final de palabra nasaliza la vocal que le precede. Se trata de un sonido parecido al del portugués Joao o al del francés un.
Q: siempre va seguida de u, como en español, con la diferencia de que en latín la u se pronuncia siempre; QUINTUS se pronuncia Cuintus.
V: nunca se pronuncia como nuestra v, sino como la w inglesa, es decir, como una u consonántica, que nosotros transcribiríamos como gu; VITALIS se pronuncia uitalis, o güitalis (pero cuidando de no pronunciar la g).
Y: nunca es consonante, siempre se pronuncia como vocal (recordemos, igual que la u francesa).
Z: tiene un sonido zumbante, como la z inglesa de zoo.

Los sonidos castellanos que no existen en latín clásico son ce, ci, che, ge, gi, jota, elle, eñe y zeta.

Pronunciación para Aquelarre

Durante la Edad Media van apareciendo nuevos sonidos consonánticos y algunas consonantes cambian de sonido. La J y la U se añaden a un abecedario en el que ya solo faltan la Ñ y la W. Actualmente se suele denominar “eclesiástica” la pronunciación que se usaba en la Edad Media; es muy parecida la que hoy en día usa el vaticano. Aunque en cada país se tendía a utilizar los sonidos propios de la lengua nativa, podemos observar aquí también cierta homogeneidad, que se observa en los cambios en la ortografía y en los errores ortográficos cometidos por los copistas.

En primer lugar, las vocales ya son idénticas a las que hoy usamos en español: A, E, I, O, U, Y se pronuncian exactamente como nosotros lo hacemos.

Los diptongos AE y OE, que son los más frecuentes en latín, se pronuncian, e incluso se escriben, con una sola e. Así, de CAERIMONIA se pasó a leerse y escribirse cherimonia.

En cuanto a las consonantes, B, D, F, K, M, N, P, R, S, y X se pronuncian como en español. Las demás se pronuncian de manera distinta:
C: tiene el sonido k ante a, e, u, pero ante e, i se pronuncia como nuestra ch; ARTIFICIUM se pronuncia artifichium.
CH: no tiene nuestro sonido ch, sino que se corresponde con la k; ALCHIMIA se pronuncia alkimia.
G: tiene nuestro sonido g ante a, o, u, pero ante e, i se pronuncia como nuestra ll ó y consonántica; PRAESTIGIAE se pronuncia prestíyie.
H: por lo general, se pronuncia levemente aspirada, como en inglés.
J: igual que en inglés, tiene sonido palatal ll o y; JACERE se pronuncia yáchere.
LL: no tiene el mismo sonido que en español, sino que se pronuncia como si fueran dos eles separadas; SIGILLUM se pronuncia siyil-lum.
PH: se pronuncia igual que una f; COSMOGRAPHIA se pronuncia cosmografía.
Q: siempre va acompañada de una u, la cual se pronuncia unida a la siguiente vocal, como si fuera un diptongo: INQUIRERE se dice incuírere.
T: tiene el mismo sonido que en español, pero cuando aparece TI más vocal, se pronuncia ts; SCIENTIA se pronuncia schientsia.
TH: se pronuncia como una t normal.
V: tiene un sonido cercano a la f, ya que se pronuncia uniendo los dientes con el labio inferior.
Z: tiene un sonido zumbante, como la z inglesa de zoo.

Así pues, vemos que los sonidos del castellano que no se utilizan son ce, ci, ge, gi, jota, eñe y zeta.

Acentuación

La acentuación representa un problema, ya que es necesario tener conocimientos de prosodia para saber en qué sílaba recae el acento, y sería demasiado extenso hablar aquí de sílabas breves y largas y demás. No obstante, sí que podemos asegurar que este normalmente se encuentra en la penúltima o antepenúltima sílaba, y nunca en la última. También, en la mayoría de las ocasiones, las palabras parecidas al español se acentúan en la misma sílaba.

Número

De nuestro paso por el instituto, casi todos recordamos las declinaciones. Existen cinco declinaciones en latín, con distintas terminaciones para cada caso gramatical, de los cuales se usan seis: nominativo, vocativo, acusativo, genitivo, dativo y ablativo. Nosotros vamos a fijarnos únicamente en el nominativo, que es el caso que se usa para designar las palabras, y del que obtendremos su plural.

Como dije, existen cinco declinaciones, que son cinco grupos con distintas terminaciones, en las que domina una letra llamada tema. Así, en la primera delcinación el tema es A, en la segunda O, en la cuarta O y en la quinta E; en la tercera, la cosa se complica, ya que el tema puede ser I o cualquier consonante, pero ya hablaremos de ella.

Es esencial disponer de un diccionario de latín (basta con el clasico VOX), pero si no dispones de uno, hay un excelente programa gratuito llamado Glossa, con el que puedes consultar las palabras on-line, o bien te lo puedes bajar e instalarlo para consultarlo sin necesidad de estar conectado a internet.

Primera y quinta declinaciones

Son las más sencillas, ya que son muy fáciles de reconocer. Las palabras de la primera declinación terminan en –a, y las de la quinta en –es (cuidado, porque hay alguna que otra palabra de la tercera declinación que también termina en –es; para diferenciarlas, lee más abajo). Para formar el plural, es tan sencillo como añadir una e en la primera declinación, y dejar tal como están las palabras que pertenezcana la quinta.

Algunos ejemplos de la primera:
Resistentia, plural Resistentiae.
Vita, plural Vitae.

Ejemplos de la quinta:
Dies, plural Dies.
Res, plural Res.

Segunda y cuarta declinaciones

La cosa se complica aquí algo más, ya que estas dos declinaciones tienen la misma terminación, –us (cuidado, porque hay alguna que otra palabra de la tercera declinación que también termina en –us; para diferenciarlas, lee más abajo). Sin embargo, el plural de la segunda cambia a –i, mientras que en la cuarta no cambia nada. ¿Cómo reconocerlas? El diccionario será la principal ayuda. En este se ofrece el nominativo y el genitivo singular de los sutantivos; cuando el genitivo termina en –i, la palabra es de la segunda declinación, y cuando termina en –us (igual que el nominativo), es de la cuarta.

Ejemplos de la segunda:
Malus, plural Mali.
Bonus, plural Boni.

Ejemplos de la cuarta:
Ritus, plural Ritus.
Dominatus, plural Dominatus.

Pero eso no es todo: ambas declinaciones también tienen una terminación para palabras de género neutro. En el caso de la segunda es –um, y en el de la cuarta es –u. En este caso, el plural de la segunda es –a, y el de la cuarta es –ua.

Ejemplos de la segunda:
Artificium, plural Artificia.
Imperium, plural Imperia.

Ejemplos de la cuarta:
Cornu, plural Cornua.

Por último, la segunda declinación también presenta a veces una terminación en –r, aunque es muy rara. El plural es –ri, como en puer, plural pueri.

Tercera declinación

En esta declinación se aglutinan el resto de temas. Debido a la complejidad que presenta, no podemos ofrecer más que apoyo a la consulta en el diccionario, en el que, recordemos, se ofrecen el nominativo y genitivo singulares. Observaréis que todos los genitivos de la tercera terminan en –is (es importante tener esto en cuenta para diferenciarlas de las demás declinaciones); pues bien, para formar el plural solo tenemos que cambiar la terminación del genitivo por –es en caso de que sea una palabra de género masculino o femenino; si es de género neutro, tenemos que cambiar la terminación de genitivo por –a.

En los siguientes ejemplos, se da el nominativo y el genitivo tal como aparecen en el diccionario:
senex senis, plural senes.
plebs plebis, plural plebes.
miles -itis, plural milites.
mater -tris, plural matres.
iter itineris, plural itinera.

Hay que recordar que la terminación –es o –a se añade al genitivo, no al nominativo.

Hay algunas palabras de género neutro que hacen el plural en –ia, y no en –a, como animalis, plural animalia, pero son pocas, y además, por lo general, se especifica en el diccionario.

Conclusión

Creo que con estas sencillas directrices y con ayuda del diccionario (o del programa Glossa) basta para que los roleros hagamos un uso correcto del latín en las partidas.

En cualquier caso, si tenéis alguna duda al respecto de alguna palabra, o incluso si queréis hacer cosas más complicadas como traducir textos de latín a español o de español a latín, podéis recurrir a mí dejando un comentario en este mismo artículo o por correo privado; yo os prestaré la ayuda que pueda en lo referente a esta lengua que, por suerte para mí, y tras tres años de estudio autodidacta, ya conozco bastante bien.

viernes, 18 de febrero de 2011

Profesiones medievales: el monje

El monje es una de las nuevas profesiones que se incluyen en la tercera edición de Aquelarre. Aunque, por petición popular, ya apareció en el suplemento Ultreya, de la edición Caja de Pandora, ha sufrido una importante remodelación, sobre todo en lo referente a los Rituales de Fe. Dejando estos aparte, vamos a hablar un poco sobre esta profesión, para que aquellos jugadores que decidan llevar a un monje sepan bien cómo es y ha sido su vida hasta el momento en el que le ha picado el gusanillo de la aventura.

Los primeros monasterios

Los orígenes de la vida monacal se encuentran en la persecución que sufrieron los cristianos en el Imperio Romano, durante el gobierno de Decio y Diocleciano. Los fieles de Egipto, Anatolia y Palestina huyeron al desierto, cuyo clima extremo y sus profundas cuevas proporcionaban un lugar idóneo donde ocultarse. Que estos llamados ermitaños quisieran seguir el ejemplo del retiro de Cristo al desierto fue un añadido de la Iglesia siglos después, para hacernos creer que los orígenes se deben más a la espiritualidad de los ermitaños que a la necesidad de los perseguidos.

El hecho es que, ya fuera por necesidad o por seguir el ejemplo de personajes como San Antonio Abad o San Blas, que donaron todos sus bienes a los pobres y se retiraron a meditar al desierto, llegó un momento en que los ermitaños fueron tan numerosos que comenzaron a formarse comunidades que reunían a centenares de ellos en torno a una iglesia en la que rezaban. Sin embargo, aún no estaban realmente organizados, ya que el único contacto entre ellos se producía en la iglesia; luego, cada uno se retiraba a su cueva o a su choza.

Por entonces, los ermitaños ya practicaban el ayuno y la abstinencia, oraban día y noche y meditaban. Sus reuniones en la iglesia solían celebrarse los sábados, y en ellas los hombres estaban separados de las mujeres, y se sentaban por orden de edad, siendo los más ancianos los encargados del sermón. Además, cada siete semanas celebraban una fiesta, en la que sí podían mezclarse mujeres y hombres, acudían vestidos de blanco, comían pan, bebían agua, consumían hisopo con sal, y terminaban con cantos y danzas que imitaban el paso del mar Rojo.

Entonces llega San Pacomio, un soldado romano convertido al cristianismo, y tras años de vida ascética decide fundar la primera comunidad religiosa en Tabennisi (Egipto). Para ello crea la primera Regla (a las que posteriormente le seguirán otras, destacando la de San Agustín y San Benito), y basa la subsistencia en el trabajo, convirtiéndolo también en método para combatir la ociosidad, enemiga de la Fe. Así, los monjes se convierten en mimbreros, jardineros, carpinteros y copistas que se reúnen en un recinto rodeado por un muro, practicando el consabido Ora et labora. Al frente de la comunidad se encuentra un abad, y los candidatos a entrar en ella deben pasar unas pruebas en las que se valora, principalmente, el orgullo y la caridad. Estamos hablando, por tanto, del primer monasterio.

¿Por qué ser monje?

La vida monacal conllevaba una serie de ventajas que superaban en mucho a los inconvenientes de la rígida Regla a la que estaba sometida la comunidad. En un mundo plagado de guerras, de hambre y de enfermedades, no era ninguna nimiedad el hecho de tener un lugar en el que mantenerse a salvo de las armas y poder comer todos los días. Muchas personas llamaron a las puertas de los monasterios atraídos por un deseo de amparo y seguridad, y aunque en algunos se exigían duras pruebas para demostrar la vocación, las bondades de una vida alejada del terrible mundo exterior dominado por la Muerte eran un acicate más que suficiente para soportar todo lo que fuera menester. Esto hizo que los monasterios se llenaran, que los monjes se multiplicaran, y que fuera tan difícil encontrar entre ellos a uno que tuviera verdadera vocación.

Además, ser monje no solo era una ventaja dentro del monasterio, sino también fuera de él. No pocos vestían los hábitos fingiéndose monjes para conseguir asilo y comida gratis en los monasterios por donde iban pasando, o incluso para ser admitidos en castillos y mansiones de poderosos como hombres píos, aprovechándose de los ingenuos. De estos habla San Benito en su Regula Monachorum, refiriéndose a ellos como giróvagos o monjes vagabundos, unos pícaros con don de palabra capaces de engañar incluso a los propios monjes.

Meter a un hijo a monje era también una buena manera de tener una boca menos que alimentar, aunque para ello el campesino tuviera que donar una parte de su tierra; y en el caso de los nobles, no había mejor manera de apartar a los herederos de las intrigas palaciegas que encerrándolos de por vida en un monasterio.

Vale, quiero ser monje. ¿Cómo entro en el monasterio?

Lo dicho anteriormente es la razón por la que el monasterio permanece cerrado durante cuatro o cinco días antes de admitir en él al aspirante, para que demuestre que tiene verdadera vocación a través de su perseverancia; aunque, por otra parte, si acude huyendo de guerras y hambre, poco más le quedará por hacer que esperar a la sombra de los muros del monasterio. Pasado ese tiempo, si sigue allí se le abren las puertas y se le deja en la hospedería unos pocos días, y después se le traslada a la residencia de los novicios, donde será vigilado por un monje anciano que determinará si realmente pretende seguir el camino de Dios. Si se le juzga apto, al cabo de dos meses se le lee la Regla; de aceptarla, permanece con los novicios y al cabo de seis meses se le vuelve a leer la Regla; si persiste, se le vuelve a leer por última vez tras otros cuatro meses, momento en el que debe decidir definitivamente si se adscribe a ella, y se le deja claro que de hacerlo ya no podrá abandonar el monasterio.

El nuevo hermano es presentado a la comunidad en el oratorio, en un ritual en el que hace promesa solemne de obediencia al abad y a la Regla delante de todos. A continuación, realiza una petición a nombre de los santos cuyas reliquias se guardan en el monasterio, y del abad, la cual debe escribir, o, en caso de que no sepa, pedir a otro que la escriba por él, y depositarla en el altar, recitando unos versos a los que debe responder la comunidad. Por último, el novicio se postra a los pies de cada hermano, y al terminar este ritual se convierte por fin en miembro de la comunidad. Si tuviera bienes, debe cederlos al monasterio y no guardar absolutamente nada para sí. Incluso debe despojarse de sus ropas, que se guardarán, recibiendo las propias del monasterio; si alguna vez es expulsado del mismo, se le devolverán las ropas con las que llegó.

Este mismo proceso debe seguirlo incluso el sacerdote que sienta la llamada de la vida monacal, incluido el de la denegación inicial de su entrada al monasterio, cerrándosele las puertas durante unos días. Si el aspirante es un clérigo, la cosa cambia, pues le permite San Benito asentarse en un puesto intermedio; cosa que, en la práctica, dependiendo de la dignidad del clérigo, no se cumpliría a rajatabla.

También los niños podían entrar; eran los llamados oblatos, niños confiados por los padres a un monasterio para que los educaran. La mayoría procedía de la baja nobleza, siendo sobre todo hijos segundones que no heredarían los títulos de su padre, y que por tal razón confiaban a los monjes, que los recibían encantados, por una parte, por las sustanciosas donaciones de las que venían acompañados, y por otra, porque los niños eran mucho más fáciles de educar que los adultos. La edad normal de ingreso era los siete años (edad a la cual, por otra parte, los niños, que hasta entonces habían recibido los cuidados y la educación por parte de la madre, pasaban a la custodia del padre, que les enseñaba su oficio). Una vez en el monasterio, ingresaban en una escuela donde aprendían gramática, y en determinados monasterios, como en Cluny, también a cantar, pues eran muy apreciadas sus voces angelicales en los coros; tanto, que los mejores eran castrados para que no perdieran jamás ese timbre (un "premio" que sugeriría adoptar en programas como Operación Triunfo).

No obstante, aunque los niños tenían la ventaja de que, al contrario que los adultos, aceptaban con naturalidad la Regla, también traían algunos quebraderos de cabeza con sus travesuras, que se producían con frecuencia, buscando romper el tedio de una vida dominada por la rutina. Una de sus bromas preferidas era dejar caer cera caliente desde las sillas superiores del coro sobre las cabezas afeitadas de los que ocupaban las sillas bajas. Y eso a pesar de que la más mínima falta, como cometer un error al cantar, romper el silencio o quedarse dormido durante los oficios, era castigada severamente por el maestro, que enseguida asía la temida vara de sauce, le quitaba la capucha y el hábito y se liaba a zurriagazos con el oblato.

Algunas órdenes, como la del Císter, no admitían niños de menos de diez años, debido a que era difícil mantener el silencio con ellos correteando por el monasterio. Además, los niños demandaban demasiada atención: a cada uno, o a cada dos en caso de que hubiese muchos, le era asignado un maestro encargado de vigilarlo y educarlo, y que se convertía en su sombra durante todo el día. También otros hermanos debían encargarse de su formación, como el monje cantor, que debía educar sus angelicales voces. Y a pesar de todo, la asignación de un maestro no bastaba, pues se hacían necesarias celdas especiales para ellos y la necesidad de mantenerlos separados de los monjes que oraban en un estricto silencio. Eran, pues, una importante fuente de distracción que perturbaba la vida monacal, y por ello muchos monasterios se negaron a acogerlos.

La vida en el monasterio

No me limitaré a hacer aquí la enésima enumeración de deberes y ocupaciones que organizaban la vida en un monasterio. Para ello, se puede leer la Regla de San Benito, o bien puedes consultar el manual de Aquelarre, donde en el capítulo titulado Mores, Ricard habla de ello con su habitual amenidad y claridad. Sabemos la teoría, pero bien sabemos que la práctica, en ocasiones, es muy diferente. Vamos a ver con qué problemas debía lidiar un monje en su día a día, en qué ambiente se encontraba y, en definitiva, cómo era su vida en verdad.

Dijimos al principio que la vida monástica comportaba grandes beneficios para las personas de la época, que en su mayoría vivían desamparadas. Pues bien, hablemos ahora del principal inconveniente, que era la mortificación. Todo buen monje debía realizar una serie de actos que le ayudaran en su deseada unión con Dios, pues es sabido que vicios como la ociosidad o la comodidad pueden apartarle fácilmente de Su camino. Así pues, es necesario vestir con ropas que irritan la piel, hacer uso del cilicio (un saco áspero que se vestía para evitar la erección), sufrir el frío y la humedad de las celdas, recitar el Salterio de pie y con los pies metidos en agua helada, rezar con los brazos en cruz durante horas, ayunar y usar una piedra como almohada. Y eso no es todo, pues cuando te vayas a dormir a tu "cómoda" piltra pétrea, agotado después de tanta mortificación, solo tendrás unas horas de sueño antes de volver a levantarte, en mitad de la noche, para rezar los Laudes y disponerte a comenzar una nueva jornada de trabajo. Y ni se te ocurra quejarte de tu dolor ni de tu cansancio, y mucho menos de los castigos que se te impongan, aunque sean injustos.

Y es que incluso el más leve descuido puede ser castigado con la reclusión del monje en su celda, que puede estar a pan y agua durante días o semanas. Si se derrama la comida mientras se sirve, se debe hacer penitencia en la iglesia postrado inmóvil durante el canto de doce o más salmos. Si se rompe el silencio durante la comida, se reciben media docena de latigazos en el capítulo; este número puede aumentar si se ha olvidado de rezar, se ha bromeado durante un oficio o se le descubre al monje alguna propiedad que guarde en secreto. Faltar al voto de obediencia al abad se considera la falta más grave, que se castiga con nada menos que cincuenta latigazos.

Además, los monjes debían realizar confesiones periódicamente, en las cuales relataban sus pecados. Desde el siglo VIII, los laicos también recibieron la obligación de confesarse al menos una vez al año. Los pecados se perdonaban mediante penitencias, que consistían en periodos de tiempo distintos dependiendo de los pecados, en los que se debía ayunar con pan, agua y sal. Los laicos podían acortar su tiempo de penitencia realizando donaciones a la Iglesia, peregrinando o incluso conmutarlas participando en las Cruzadas.

Curiosamente, dentro de los monasterios, la ducha se consideraba otra forma de penitencia, habida cuenta de que se realizaban con agua fría; solo los enfermos y los huéspedes de honor podían beneficiarse de un baño con agua caliente. Por esa razón, los monjes no se duchaban más de tres veces al año, y si en lugar de ducharse se bañaban debían hacerlo rápidamente para no encontrar placer en ello. Imagínese entonces el hedor en que vivían envueltos, el cual se acrecentaba debido a otras prácticas: los hermanos dormían totalmente vestidos en una sala común, y solo se quitaban la capucha y el escapulario; y si bien esto era de agradecer en el frío invierno, en verano se convertía en una auténtica penitencia, y el olor a sudor debía ser horrible.

Así pues, el aseo habitual se reducía a lavarse la cara y las manos en un lavabo situado en el claustro, tras el oficio de la hora Tertia (a las nueve de la mañana), y al afeitado, y esto en los monasterios que lo permitían. En unos casos, tanto el baño como el afeitado se realizaba en grupo y bajo la supervisión de otro monje, buscando con esta carencia de intimidad el evitar las tentaciones carnales; en otros, se sentaban alrededor de las paredes del claustro y se afeitaban los unos a los otros mientras recitaban salmos, infligiéndose horribles heridas, lo cual llevó a algunos monasterios a contratar a barberos laicos.

El estricto horario que debían cumplir era otra forma de penitencia. Como dijimos, la jornada comienza con los Laudes, a las tres de la madrugada. Una campana suena a esa hora, llamando a todos los monjes, que deben estar en el coro antes de que deje de sonar; quien llegue tarde, debe pedir perdón y confesarse en el capítulo, y, en algunos monasterios, podría también ser castigado e incluso azotado. Allí, en la penumbra solo combatida por la débil luz de los cirios, había que iniciar una dura lucha contra el sueño, ya que un monje paseaba a lo largo del coro con un farol, azotando a todos aquellos que tuvieran los ojos cerrados e incluso señalando a aquellos que deberían ser castigados más tarde. Después podían retirarse a sus celdas y seguir durmiendo hasta las seis (hora prima), en que se celebraba el primer oficio del día, y luego, a lo largo de este, seguirían cuatro más. Aparte, se realizaban dos misas, una por la mañana y otra al mediodía, y esto sin contar con las misas particulares y oficios adicionales celebrados en cada monasterio. Tal cantidad de oficios llevó a que los hermanos tuvieran que dejar determinadas tareas a hermanos legos, monjes analfabetos procedentes del campesinado, que en la práctica se convertían en criados de los otros, provenientes de la aristocracia.

Esto nos lleva a hablar de la estructura jerárquica del monasterio. Ya hemos dicho que los monjes huían de la ociosidad, pues acechaba el pecado de la pereza, que podía alejarles de Dios, así que la mayoría de ellos tenían adjudicada una tarea que debían realizar cuando no estaban celebrando oficios o rezando. Sin embargo, no era raro que a veces el trabajo se antepusiera a los oficios, pues al fin y al cabo era a través de él como subsistía la comunidad.
Al frente estaba el abad, que podía nombrar a todos sus subordinados y distribuir tareas; era el que disfrutaba de los mejores aposentos, con su salón, cocina y capilla dentro de la clausura, donde recibía a las visitas importantes, y el que más tiempo pasaba fuera del monasterio, ya que debía viajar y los viajes requerían mucho tiempo.
Por esta razón, era el segundo abad, el llamado prior claustral, el que en la práctica era responsable del buen funcionamiento del monasterio. Este se ayudaba de otros priores que supervisaban la vida interna de la comunidad.
Estaba también el monje cantor, encargado de enseñar a los demás el canto y la liturgia, y el sacristán, que cuidaba la iglesia, los altares y las reliquias que tantos ingresos suministraban al monasterio gracias a los óbolos (donaciones) de los peregrinos que acudían a visitarlas.
Otra labor importante era la del limosnero, encargado de repartir la limosna entre los pobres y lisiados que se agolpaban a las puertas del monasterio en busca de la caridad cristiana de la que habían de hacer gala los monjes; y la del hospedero, que se encargaba del hospedaje de monjes y peregrinos, proporcionándoles alojamiento, comida y establos; ambas tareas codiciadas por los monjes, porque les permitía tener control sobre parte de los ingresos del monasterio.
Otra de las tareas preferidas era la de cillerero, encargado de abastecer de alimentos, bebida y leña a los hermanos y los huéspedes de la abadía, ya que a pesar del duro trabajo que llevaba a cabo, buscando y almacenando las provisiones, era una oportunidad para romper su clausura, visitando los huertos.
El chambelán era el encargado de suministrar y lavar las ropas a los hermanos, mientras que el curandero administraba la enfermería, una estancia separada, con sus propios dormitorios y su capilla, que albergaba a los monjes enfermos y se usaba como asilo para los ancianos y los inválidos.
Allí se solían retirar los abades que por edad ya no podían realizar su función, pues la enfermería gozaba de determinados privilegios, como abundante leña en invierno y una alimentación especial en la que se incluía la carne. También existía el enfermero, más experto en plantas curativas.

Pero todas estas tareas estaban reservadas a los monjes procedentes de la aristocracia. Los procedentes del pueblo llano, llamados legos, empezaron a ser admitidos cuando los otros, que no estaban habituados a las labores de servidumbre ni tenían tiempo para ellas entre tanto rezo, necesitaron mano de obra. Los legos vivían apartados de ellos, con su propio refectorio y sus dormitorios, y en el claustro solo podían pasear por la parte occidental. En los oficios estaban separados por una pantalla y no tomaban parte en ellos, limitándose a recitar oraciones que habían aprendido de memoria por ser analfabetos. Entre ellos se repartían las labores manuales, de limpieza, servicio, el trabajo de los huertos y las reparaciones. Prácticamente, los legos eran esclavos de los monjes aristócratas, reproduciéndose en el monasterio la misma realidad social que existía fuera de él, aunque muchos campesinos preferían aquella vida comparada con las dificultades que les deparaba la laica.

Con lo dicho hasta ahora, puede que el lector se haya formado una visión del monasterio como un lugar de frenética actividad, en el que cuando no se está en la iglesia, se está trabajando. Pero eso no significa que fuera un lugar ruidoso, sino todo lo contrario, pues no se debe olvidar que una de las virtudes principales de los monjes era el silencio. Nadie debía hablar más de lo necesario, pues el silencio evitaba que la mente se distrajera de sus obligaciones espirituales. Incluso en los grandes monasterios absorbidos por las labores administrativas, que precisaban de una comunicación más constante, el silencio era obligatorio en la iglesia, el refectorio y los dormitorios. En aquellos en los que el silencio era más estricto, como los de los cartujos, se desarrolló un curioso lenguaje de signos parecido al de los sordomudos, que incluso se enseñaba a los novicios.

Pero incluso en ese mundo de silencio y recogimiento existían lugares destinados a hablar. Tal era el caso de la sala capitular, donde los monjes se reunían por la mañana, sentados en hileras de asientos ajustados a las paredes, y en la que, bajo la presidencia del abad (y más frecuentemente, del prior, por la ausencia de aquél) se repartían las tareas del día y se comentaban los asuntos de la comunidad. Era también el momento de confesar tanto las faltas propias como las de otros hermanos, ocasión que los monjes aprovechaban para sacar a aflorar sus envidias y rencores y llevar a cabo sus venganzas con la mayor inquina. La reunión terminaba sobre las diez, con la correspondiente aplicación de penitencias por las faltas confesadas o imputadas.

Por último, hemos de hablar de la alimentación. Todo monasterio tenía sus huertos y tierras de labranza trabajadas por los hermanos legos y de las que obtenían su sustento, además de uno o varios pozos de los que sacaban agua. La comida se almacenaba en la despensa, que siempre debía estar preparada para hacer frente a cualquier contingencia, como la visita de una personalidad importante, con el consiguiente consumo de víveres por parte de su séquito, un frío invierno o una mala época de cosechas perdidas. Se hacían dos comidas al día: un almuerzo a las diez de la mañana y una cena a la puesta de sol, ambas en el refectorio. No existía el desayuno, salvo agua y un mendrugo de pan, si es que se tenía. Por lo demás, la comida variaba bastante dependiendo del monasterio: en algunos había de todo tipo, y en otros se vivía con lo justo. Los que mejor comían eran el abad y el prior, que podían incluso disponer de cubiertos de madera, todo un lujo para la época. Su dieta estaba compuesta de perdices, capones asados, pasteles de alondra, salchichas, pavo real, pajaritos, pescado, cerdos rellenos, anguilas rebozadas, legumbres, y de postre barquillos de fruta, peras, confites y nísperos. La mayoría también tenían sus viñedos y consumían vino (que en la época se tomaba caliente), el cual también tomaban los monjes, pero no los legos. El resto debe contentarse con las habituales gachas, potajes, verduras y pan, y nunca comen carne, a no ser que estén enfermos (o lo finjan, pues recordemos que en la enfermería se puede comer carne). De bebida, suelen tomar cerveza y sidra.

Lugares y edificios del monasterio

Para concluir, hablaremos de los diferentes lugares que existen en el monasterio, aunque ya hemos mencionado algunos de ellos de pasada.


Y empezaremos por las celdas y los dormitorios. Ya hemos dicho que la mejor de ellas se reserva para el abad o el prior, y que cuenta con dormitorio privado, salón, capilla e incluso una cocina donde le preparan sus manjares. Existen también dormitorios especiales para las visitas de reyes, aristócratas y el alto clero. Los monjes tienen a su disposición celdas individuales, mientras que los legos y los oblatos deben dormir en dormitorios comunes. Sin embargo, las celdas de los monjes tampoco es que fueran gran cosa: tenían un camastro junto a la pared con paja fresca, una pequeña mesa con una silla y un pequeño arcón para guardar la ropa, todo en un espacio muy reducido, y con una ventana por la que se colaba el frío en invierno, pues el cristal era demasiado caro y se cerraban con portillos de madera. También podían disponer de alguna vela que daba algo de luz y calor. Pero en las comunidades más numerosas no había celdas para todos los monjes, y estas eran ocupadas según la categoría y la antigüedad; el resto tenía que conformarse con dormir en una sala común, normalmente junto a las cocinas, donde se pasaba mucho más frío.

Una reducida parte del monasterio se destinaba al cementerio, donde se enterraba a los hermanos que morían, con excepción del abad, que se enterraba en la sala capitular o junto a la entrada a la iglesia; algunos incluso se hacían construir mausoleos, a pesar de la austeridad debía presidir la vida monacal. El cementerio se solía situar junto a los muros, y cerca estaba el osario, lugar donde se reunían los huesos que se sacaban de las sepulturas para volver a enterrar en ellas.

Ya hemos hablado de la sala capitular, donde se reúnen los monjes por la mañana para hablar de los asuntos de la comunidad, confesar sus faltas, lanzar acusaciones a otros y recibir las penitencias por parte del abad o el prior, que también se encarga de repartir el trabajo del día. En los raros casos en los que no había sala capitular, para estos menesteres se usaba el coro de la iglesia. También hemos dicho que es en la sala capitular donde se suele enterrar a los abades.

El refectorio es el lugar donde los monjes se reúnen para comer, mientras un hermano lee unos salmos sentado en medio de la sala. Uno de los monjes servía la comida. Se sentaban diez monjes a cada mesa. Cerca de él podía hallarse la cocina, la despensa y el calefactorio.

En muchos monasterios también existía una biblioteca, un edificio que, a diferencia de ahora, no se usaba para leer los libros que en él se guardaban, sino como lugar de trabajo, en el que se destinaban lugares para fabricar pergaminos y tinta, copiar e iluminar los libros, encuadernarlos y depositarlos.

La enfermería recogía a los enfermos e inválidos, y la administraba el enfermero con la ayuda de algunos legos designados por el abad. Disponía de dormitorios, capilla, almacén, cocina y despensa propios. Aparte de estos, podía existir al menos un almacén en cualquier otro lugar del monasterio, y también un ropero. A veces se destinaba un lugar de la enfermería para guardar las melecinas y utensilios médicos, e incluso se creaban jardines en los que se cultivaban plantas medicinales.

En un lugar apartado se ubicaba la casa de los peregrinos, y cerca la casa de la servidumbre con sus establos, destinados a los visitantes y sus séquitos.

La existencia de baños y letrinas no era demasiado común, ya que, como hemos visto, el aseo no era importante y se carecía de intimidad. En caso de que hubiera letrinas, si estas estaban separadas por una pared, los monjes estaban obligados a levantar las manos por encima del muro mientras hacían sus necesidades, para que los hermanos pudieran comprobar que no se estaban abandonando a prácticas pecaminosas.

Dejamos para el final el edificio de la iglesia, que era el más frecuentado por los monjes. Suele tener tres puertas: la principal, por la que se sale al exterior, otra en el ábside (parte semicircular donde se encuentra el altar) por la que se llega a la sacristía (lugar donde se guardan objetos pertenecientes al culto) y otra practicada en uno de los muros laterales que da paso al claustro. Existen además celdas penitenciales, donde se llevan a cabo los castigos. En algún lugar del templo están a la vista las reliquias del santo patrón del monasterio, importante fuente de ingresos, ya que es motivo de peregrinación. El coro, que puede estar en la nave central rodeado por una reja o tras el altar mayor, es el lugar donde se sitúan los monjes para realizar sus cánticos.

El claustro, adosado a la iglesia, consta de cuatro galerías. En la oriental suele situarse la sala capitular, en la occidental el almacén y la sala de los legos, y en la frontera el refectorio con su calefactorio y su cocina anexos, aunque esta disposición no es igual en todos los monasterios. Los monjes usan las galerías para pasear mientras meditan.

El monje en Aquelarre

Por lo que hemos visto, resulta evidente la dificultad que comporta asignar unas competencias típicas a los monjes debido a la diversidad de su condición social y de las tareas que pueden realizar. No obstante, en la nueva edición de Aquelarre se concretan en Enseñar, Latín, Leer y Escribir y Teología como primarias, y Cantar, Descubrir, Elocuencia, Empatía, Escuchar, Griego, Árabe y Memoria como secundarias. Son competencias que, efectivamente, podrían compartir todos los monjes, pero debemos excluir aquí, tal como se hace también en el manual, a los legos, que, recordemos, son campesinos y en su gran mayoría analfabetos.

El problema llega con los llamados obedienciarios, que son los monjes que llevan a cabo tareas determinadas, según se ha desarrollado más arriba: para algunos de ellos, como el monje cantor, nos basta con dedicar más puntos a las competencias secundarias que se destinan a su labor, en este caso Cantar, o en el caso de monjes dedicados a la vigilancia, como priores y maestros, Descubrir y Escuchar. Otros, no obstante, no ven reflejadas sus habilidades más importantes en ese grupo; es el caso del curandero, al que le vendría muy bien Medicina, o del enfermero, que necesitaría de Conocimiento Vegetal o incluso Alquimia, y otros tal vez deban ver reflejadas sus habilidades en algún tipo de Artesanía. En estos casos, es recomendable sustituir una de las competencias secundarias por la competencia en cuestión, y la competencia a sustituir sería con preferencia el Griego o el Árabe, pues en realidad pocos eran los monjes que tenían conocimientos de otro idioma que no fuese el latín, y aún así este de forma rudimentaria, si no se era escriba o ecónomo (encargado de administrar los bienes y custodiar la biblioteca).

Por otra parte, por la vida que llevan, a excepción del abad, que suele viajar, o los limosneros, que viajan a las ciudades cercanas para repartir las limosnas y ayudar a los necesitados, los monjes pueden parecer injugables; recordemos que los monjes vagabundos, llamados giróvagos, son en realidad pícaros expertos en la competencia de Disfrazarse (especializada en los monjes) razón por la cual no entrarían dentro de esta profesión ni tendrían sus mismas competencias. Esto quiere decir que, por lo general, el monje, en el momento en que sale de aventuras, dejaría de ser monje, pues no está hecho para hollar los caminos, sino para la vida en reclusión. Claro que puede tener una razón de peso para abandonar el monasterio; puede acompañar al abad en sus viajes porque este se dirija a algún lugar en el que se hable un idioma que domine el personaje, sirviéndole como traductor; o convertirse en el espía del obispo que, enfrentado con el abad, ha conseguido introducirlo en el monasterio y suele llamarlo a su presencia con cualquier excusa. Como siempre, no tenemos más que echar mano de nuestra imaginación para sacar al monje de su monasterio sin que necesariamente haya sido expulsado de él.

En cuanto a los rangos, aunque están bien definidos desde abad a novicio, creo que ha faltado aclarar que este último, que dentro del monasterio equivale a la Posición Social de campesino, se abandona cuando concluye el periodo de noviciado, momento en el cual el monje recuperaría su Posición Social original. Por tanto, en realidad un personaje campesino no podría ser monje, ya que en tal caso le correspondería ser un lego, los cuales no están reflejados en el manual por la misma razón por la que se decidió dejar fuera a los siervos de la gleba, que es su escaso potencial aventurero debido a las restricciones propias de la vida que llevan.

Hay dos cosas que, por no extenderme, no he tratado en este artículo: primero, las monjas, que aunque fueron mucho menos numerosas que los monjes (justo lo contrario de lo que ocurre en nuestros tiempos) merecen un capítulo aparte; y por otra parte, los canónigos regulares, que podríamos entender como personajes de doble profesión clérigo-monje. Hablaremos de ellos en otro artículo (si Dios quiere).

sábado, 5 de febrero de 2011

Profesiones medievales: el escriba

Con este artículo, doy comienzo a una serie que versará sobre las distintas profesiones que se desempeñaban durante la Edad Media, en un intento por ofrecer información sobre ellas a los aficionados al juego de rol Aquelarre, de próxima aparición, con el fin de que, aquellos que lo deseen, puedan conocer algunos detalles sobre su propio personaje y disponer de información adicional para su correcta interpretación.

En especial me centraré en profesiones que por lo general son más desconocidas, y que por ello apenas son elegidas por los jugadores. Por eso comenzamos con el escriba, el gran olvidado de un juego en el que los grupos de aventureros a menudo se reducen a soldados, brujos y ladrones (por ser estas profesiones bien conocidas en los juegos tradicionales de fantasía medieval, pero por otra parte, no por ello correctamente interpretadas a nivel histórico).

Los escribas

En una época en la que el analfabetismo era la nota dominante entre la gran masa de gente que constituía el pueblo llano, y siendo esta también la condición de la mayoría de la nobleza, el conocimiento de la escritura era una especialidad, un trabajo que sólo podían desempeñar unos pocos. Puesto que durante el medioevo prácticamente todos los conocimientos de tipo académico se conservaban en los monasterios –cosa que sólo comenzaría a cambiar con la creación de las universidades en la Baja Edad Media–, fue en el ámbito religioso donde surgió el hombre de la pluma (sé que el chiste es fácil, pero resistíos, hijos míos).

Este primer escriba es el hombre que trabaja copiando al dictado de un hermano o directamente de un texto, y cuyo fin es hacer copias de una obra, por eso le llamaremos copista. Durante siglos, los monasterios, y específicamente los copistas, serán la única fuente de difusión de la cultura, gracias a los cuales nos han llegado hasta hoy muchas de las obras de la antigüedad.

Pero con el desarrollo y crecimiento de las ciudades en el bajo medioevo gracias al cada vez más floreciente comercio, el escriba va a tener la oportunidad de salir del monasterio y ponerse al servicio de mercaderes y pudientes a los que siempre acompañan o trabajar bajo pedido a cambio de un salario. Hablamos ya del notario, un escriba que a menudo es experto en leyes, y cuya labor se hace imprescindible a la hora de redactar contratos, códigos, reglamentos, libros de cuentas y demás.

En las líneas siguientes, trataremos de ver cómo vivían estos dos escribas, cómo hacían su trabajo y las vicisitudes con las que se enfrentaban a diario.

El copista

La figura del copista fue muy común en los monasterios medievales, sobre todo desde el siglo VIII al XII. Sin embargo, sus condiciones de trabajo variaban según la orden a la que pertenecían. En primer lugar echémosle un vistazo al scriptorium, su lugar de trabajo.


Al principio no existía el scriptorium. Los escribas solían trabajar en el claustro, que era el lugar donde se podía aprovechar la luz durante más tiempo. Se disponían a lo largo del pasillo, cerca de las ventanas y separados unos de otros por paneles de madera. Bajo el escritorio solían poner algo de paja para combatir el frío. Más tarde se creó un espacio de trabajo dedicado exclusivamente para ellos, y se ubicó en la biblioteca. Esta no tenía una función de sala de lectura, sino de almacén de libros, y el espacio del scriptorium era donde estos se producían. No obstante, no todas las órdenes daban la misma importancia a este trabajo. Mientras los monasterios benedictinos disponían de grandes salas de escritura, cartujos y cirtercienses confinaban a los escribas en pequeñas celdas con escritorios.

Ahora echemos un vistazo a los instrumentos de trabajo del escriba monástico. Este se sentaba en un banco carente de respaldo. La mesa presentaba una gran inclinación, de manera que la escritura era casi vertical. No se descarta la posibilidad de que a veces trabajaran en cuclillas, apoyando el pergamino sobre el regazo, o de pie, ya que la mesa como mueble destinado a la escritura era una novedad en aquel entonces. Cerca tenía un ejemplar del libro que debía copiar. Pocas veces copiaba libros a dictado; cuando trabajaba de esta forma, se limitaba a transcribir las palabras de un autor, puesto que era así como los autores componían sus obras, dictándoselas a un escriba. Así pues, vemos que el escriba–copista nunca elegía las obras que debía copiar, ni siquiera cuando se trataba de copiar un libro, pues este le era proporcionado por el responsable del scriptorium tras el consentimiento del padre abad.

En cuanto al trabajo en sí, el copista debía copiar lo más fielmente posible el tomo que le había sido confiado, imitando incluso el tipo de letra, si es que tenía la suficiente habilidad para ello, y también las glosas, los comentarios y las notas. Es decir, su trabajo era reproducir los libros de manera fotográfica. Hasta tal punto era así que no se le permitía corregir las faltas ortográficas de los originales, a no ser que dispusiera de previa autorización para ello. Pero el trabajo del copista no era tan simple como pudiera parecer. No sólo debía reproducir fielmente los tomos, sino que debía mantener su nivel de legibilidad o mejorarlo si era posible.
Este trabajo requería de varias habilidades por parte del copista: lectura, dictado a sí mismo, retención de lo leído en la memoria y ejecución caligráfica.

En cuanto a la lectura, esta no sólo dependía de la habilidad del copista, sino también de la legibilidad del original. La dificultad radicaba sobre todo en lo segundo, ya que hasta el siglo VII, la escritura no estaba preparada para ser leída: era continua, sin separación entre palabras, frases o párrafos, y además carecían completamente de puntuación, o bien esta era caótica, debido a las anotaciones de lectores anteriores, que ya le habían dado una puntuación personal basada en su creencia de cómo debía ser leído el texto. Esto ocurría en todos los textos paganos, pero en los litúrgicos la cosa empeoraba. En estos se utilizaba un tipo de letra degenerada de las grecolatinas, ideada para escribir velozmente, dado que solían ser copiados en tablillas de cera, de forma que a veces letras enteras se perdían entre los rasgos de las que las rodeaban, y el copista necesitaba una formación especial para poder leer estos textos. La cosa empeoraba sustancialmente cuando el original estaba escrito en latín, circunstancia que se daba la mayoría de las veces. El copista debía tener un buen conocimiento de la gramática latina, una lengua que ya en el siglo VIII estaba en desuso entre la población y sólo se conservaba en los libros, con el fin de entender un texto en el que, como hemos mencionado, no había separación entre palabras ni frases.

Así pues, un copista tenía los conocimientos necesarios para convertir esto:

enunlugardelamanchadecuyonombrenoquieroacordarmenohamuchotiempoqueviviaunhidalgodelosdelanzaenastilleroadargaantiguarocínflacoygalgocorredor
En esto:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Por otra parte, hay que señalar que el monje copista es el único hombre en la Edad Media, junto con el notario, en el que confluyen las habilidades de lectura y las de escritura. Era de lo más normal que un individuo supiera leer pero no escribir, o que supiera escribir algunas palabras pero no leer un texto.

La ciencia de la comprensión de los textos se reunía en el arte de la Gramática, una de las más valoradas desde la Antigüedad hasta el Renacimiento y de obligado aprendizaje para cualquier copista. Esta era “el arte de interpretar a los poetas y a otros escritores, y los principios para hablar y escribir correctamente”. El objetivo fundamental del estudio de la Gramática era llegar a poder leer de manera correcta cualquier texto. Se componía de cuatro saberes: la lectio (lectura), la enarratio (explicación de textos oscuros), la emendatio (corrección del texto) y el iudicium (estimación del valor literario o moral del texto). Esto nos lleva a la conclusión de que la lectura no era, como lo es en nuestros días, la sencilla repetición verbal del texto, sino la “interpretación” de su significado. Gracias al conocimiento de la Gramática, los monjes copistas comenzaron a separar las palabras, primero con un signo y después dejando un espacio en blanco como aún hacemos hoy día; posteriormente se hicieron separaciones más grandes que la palabra: sintagma, frase y párrafo, y con ellas nacieron los signos de puntuación y la letra notabilior, una letra más grande que las demás que señalaba el inicio de un texto. Todas estas convenciones ya se habían generalizado en toda Europa para el siglo XI. Aquí es donde se hace más patente la importantísima aportación del escriba: al hacer legibles los textos clásicos, la escritura dejaría de ser un mero soporte para la voz, como lo había sido hasta entonces y sin la cual estaba incompleta.

Vamos a dar un repaso ahora a los utensilios propios del copista. Este se encontraba rodeado de cálamos y plumas, páginas de pergamino y tintas, y adicionalmente una plana, una punta seca, piedra pómez, una lima, un diente de jabalí o trozo de marfil, crayón, secadores de tinta, cristales de aumento para aquellos detalles imperceptibles a simple vista y, a partir del siglo XIII, una cavilla, instrumento que servía para indicar sobre el texto original el lugar exacto donde se estaba copiando.

El instrumento por excelencia y con el que se identificaba al copista era la pluma (proveniente de un ave) o el cálamo (pequeño tallo de un árbol seccionado con una navaja) con los que escribía. Las plumas solían ser de buitre, pelícano, cisne, pato o incluso de gallo, pero la más apreciada era la de ganso, específicamente la tercera y la cuarta del ala izquierda.

El copista trabajaba la mayoría de las veces sobre un pergamino. El papiro había caído en desuso desde el siglo IV, y hacia el VIII sólo la cancillería papal recurría a él. El pergamino provenía de la piel tratada de oveja, cabra, cordero, carnero o de aborto de oveja (tipo este último especialmente fino). Era el más resistente de los materiales usados para escribir, y eso lo convertía en un material costoso. Se calcula que una Biblia requería de la piel de toda una manada.


La tinta que utilizaba era casi siempre negra, aunque a veces también disponía de tinta verde, roja y azul. Sólo los iluminadores recurrían a la tinta de oro y plata. La tinta negra, llamada incaustrum, era de origen vegetal. Las tintas roja y azul se utilizaban en las letrae nobiliores o las grandes letras iniciales del texto. La tinta verde tenía un uso similar a las anteriores, pero cayó en desuso hacia el siglo XI. De la tinta provenían la mayor parte de los problemas del copista: olía mal, tendía a secarse y en invierno se congelaba (tanto era así que en algunos monasterios incluso le estaba permitido al escriba entrar a la cocina para recalentar la tinta).

Mientras escribía, el monje sostenía constantemente un cuchillo en la mano izquierda. Este cuchillo llegó a ser el emblema iconográfico del monje copista. También fue uno de los instrumentos que más sinónimos recibió: cultellus, scalpelum, scalprum, canipulum, etc. Este cuchillo tenía varias funciones: servía para afilar el cálamo o la pluma, instrumentos que se desgastaban con facilidad; también para corregir los propios errores de escritura raspando el pergamino (cosa que no le estaba permitida a los escribas judíos, pero sí a los cristianos); también le era útil para cortar las páginas a medida que las copiaba, pues no trabajaba sobre un libro sino sobre pliegos y hojas sueltas que posteriormente serían encuadernadas; además, el cuchillo permitía mantener el pergamino en contacto firme y permanente con la tabla de escritura; y por último, servía como punto de apoyo y equilibrio para la mano izquierda mientras escribía con la mano derecha separada del pergamino, que entonces se consideraba la manera correcta de escribir.

El monje copista sentía afecto por sus instrumentos de trabajo como el que sentía cualquier artesano, pero este tenía prohibida cualquier propiedad privada, por lo que este afecto debía tener un límite. Un copista caía en pecado al decir cosas como “tabulas meas” o “graphium meum”.

No existía impedimento alguno para que el escriba fuera zurdo, pero lo cierto es que en la simbología cristiana referida a la escritura, la mano siniestra nunca alcanzó una valoración comparable a la mano derecha: el único camino que conduce a Dios es el de la derecha; el camino de la izquierda, más confortable, no puede sino precipitar hacia la muerte a aquél que lo elige.

El notario

Mientras que el ámbito del copista es el de la literatura, el del notario se circunscribe al de la ley. Los poderosos dictan unas leyes, y estas deben interpretarse, cometido de los jueces, y registrarse, lo cual corresponde a los notarios. Las propias características del universo legal determinarán las habilidades de las que debe hacer gala el notario para poder dedicarse a su profesión: amplio conocimiento de leyes, lo cual, en determinadas culturas, como la islámica y la judía, implica a su vez conocimientos de teología, pues lo legal y lo religioso van de la mano; lectura de los distintos tipos de escritura utilizados en cuestiones legales, como la minuta, tipo de escritura plagada de abreviaturas que era de uso común en documentos legales; comprensión lectora, para identificar posibles falsificaciones de documentos y saber interpretar la “letra pequeña”, que puede resultar determinante en los contratos; distintos tipos de escritura acordes con el documento a redactar; memoria para reconocer y reproducir las numerosas fórmulas legales que debían reflejarse sin el más mínimo cambio; y conocimientos de latín, hebreo o árabe, idiomas tanto de la cultura como de la ley, si bien en la Baja Edad Media ya se empezaban a utilizar los idiomas patrios también en el ámbito de la ley.

No debe sorprender el hecho de que también sea en el seno de la Iglesia y en sus monasterios donde surja la figura del notario bajomedieval: los copistas cada vez se dedican más a establecer actas de la práctica cotidiana y a escribir los llamados cartularios o becerros, que son registros de las posesiones de las abadías, que podían presentarse como prueba legal en caso de litigio, así como contratos de cesión de pertenencias o de testamentos por los cuales personas adineradas de la alta sociedad solían legar sus posesiones a los abades a cambio de determinados números de misas destinadas a la salvación de sus almas; sin duda, un negocio redondo para los monjes, que debían formalizar por escrito estampando el sello o la firma de ambas partes para impedir que los familiares reivindicaran sus derechos sobre las posesiones del difunto.

Este copista acabó saliendo de los monasterios e instalándose primero en un entorno rural, a las órdenes de un señor, y después en la ciudad, donde la bullente actividad comercial necesita de una figura que se haga cargo de los contratos. Primero es un capellán , que o bien se vincula al servicio de una persona pudiente, o bien trabaja bajo pedido a cambio de un salario. Sin embargo, este personaje, que procede del ámbito religioso, no siempre posee el suficiente conocimiento sobre derecho legal como para redactar documentos fiables; los conocimientos de gramática que había recibido le podían bastar para poner por escrito una súplica, un arriendo o un testamento, pero tenía problemas a la hora de realizar contratos para la cría del ganado, reglamentos del tejido, libros de cuentas mercantiles y demás documentos fuertemente formalizados, ya que en la mayoría de las ocasiones no disponía de un conocimiento aceptable acerca de los rígidos procedimientos legales.

Entonces, las gentes de la ciudad y los señores locales recurrieron al notario propiamente dicho. Este era un experto en leyes que poseía un studium, el cual administraba con algunos clérigos (que no dejan de ser casi los únicos que son capaces de escribir en el mundo medieval) a cambio de un dinero por sus servicios. Los documentos que se redactan, con sus tipos de escritura característicos, se consideran auténticos y válidos ante la justicia porque el notario estampa en ellos una marca propia de su estudio en la parte inferior que actúa como firma legal, y lo hace públicamente, ante las partes interesadas. De esta manera, las escribanías comienzan a ser normales en las calles de las grandes ciudades, y por lo general acabarán agrupándose en una zona determinada de las mismas, tal como hacen los distintos tipos de artesanos, normalmente en un lugar cercano a los centros políticos, como las casas consistoriales. Se les puede considerar, después de todo, artesanos de la pluma.


He aquí un documento redactado por un notario en el siglo XV: se trata de la venta de una propiedad entre Juan Pérez de Castillejo y Pedro de los Ríos por 600000 maravedíes en Córdoba. En él se aprecian los rasgos típicos de la escritura notarial de entonces. Se pueden encontrar muchos documentos como este en el Digital Scriptorium, pero no intentéis leerlos si no tenéis algunas nociones de paleografía, porque no os vais a enterar de nada.

Sin embargo, por los documentos que nos han llegado, parece ser que había queja entre los clientes de que los notarios solían faltar a su trabajo, dejando a otras personas a su cargo; el problema es que estas personas, al no tener la formación necesaria, cometían errores que daban lugar a malentendidos y a la anulación de los documentos por los que se habían pagado, razón por la cual en la reunión de las Cortes en Burgos en 1315 se acordó “que los escribanos y notarios cumplan con su deber y no pongan sustitutos en su cargo.”

El notario de mayor escala social era el funcionario real, que permanecían en la corte, dedicado principalmente a poner por escrito las leyes que se dictaban y los acuerdos a los que se llegaban entre poderosos, o bien acompañaba al alcalde cuando este ejercía su función dirimiendo los pleitos, dejando constancia de los fallos de sus sentencias para que estas fueran respetadas por los litigantes. Aunque los notarios reales recibían un sueldo que provenía de los impuestos, no era raro que exigieran un cobro aparte a aquellos a quienes prestaba un servicio, cosa que se intentó evitar por ley según lo acordado en las Cortes de Burgos.

Con la llegada de la imprenta en 1453, los copistas monásticos fueron desapareciendo, pero en cambio permaneció la figura del notario, que además se adhirió a las imprentas, con lo que sus documentos ganaron en legibilidad y la presencia de las partes se limitó al momento de la firma.

Copistas y notarios en Aquelarre

Tanto copistas como notarios se encuentran bien representados bajo la denominación general de escriba en Aquelarre. Además, no hemos hablado aquí de aquellos que son especialmente hábiles con los números, y que se encargan de llevar la contabilidad de los grandes comerciantes, que confían también en su criterio a la hora de realizar inversiones. Se trataría de un tipo de notario especializado en el comercio, al que podríamos llamar contable, aunque no estaba reconocido como tal en la época ni se diferenciaba de los otros.

Sin embargo, podemos distinguir a cada uno de estos tres tipos según su porcentaje en competencias que, según el manual, no son propias de su profesión. En caso del copista, el mundo religioso del que proviene le otorgaría conocimiento en la competencia de Teología; el notario se distinguiría por su conocimiento de las leyes, que no se contempla en las competencias, pero que podemos crear con el nombre de Conocimiento de Leyes o Derecho; mientras que para el contable sería importante la competencia de Comerciar.

Sin embargo, como hemos dicho, ninguna de esas competencias se consideran propias de la profesión de escriba en el manual. La solución sería o bien considerarlas competencias secundarias según cada caso, u otorgarles una puntuación igual a la característica base x2 sin posibilidad de gastar puntos en ellas durante la creación del personaje.

No obstante, para el caso concreto del escriba especializado en números, es decir, el contable, lo ideal sería hacerse un personaje de doble profesión: comerciante-escriba, que reflejaría su conocimiento tanto en el terreno legal como en el comercial.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La Tríada Hermética y la Goecia

Ya hemos visto que, desde la óptica del hermetismo, el fin último del ser humano es descubrir la naturaleza divina. Este cometido moral y sagrado solo se puede alcanzar trascendiendo el mundo sensible, pues el Demiurgo no se puede aprehender por la vía de los sentidos, sino por la del pensamiento. Por tanto, es lícito servirse de cualquier disciplina para conseguir tal fin: la salvación no viene a través de la fe, sino del conocimiento (y esa es la principal razón por la que la Iglesia persigue a los herméticos). La verdad está ahí, pero hay que descubrirla; y lo importante es que cualquiera, sea cual sea su medio cultural, puede conseguirlo.

Partiendo de esta premisa, cierto es también que no todos los saberes sirven igual a este propósito: hay tres ciencias que tradicionalmente se encuentran en la cumbre de la sabiduría del cosmos: la alquimia, la magia y la astrología. Estas tres disciplinas forman un triángulo: el vértice derecho es la teúrgia, que se ocupa de lo psíquico; el izquierdo es la alquimia, que obra en lo físico; ambas se complementan entre sí y se completan con el vértice superior, la astrología, que nos ayuda a entender nuestro lugar en el universo.

Los verdaderos herméticos conocen y practican estas tres disciplinas, y aunque se especializan en una de ellas siempre tienen presentes las leyes y preceptos de las otras dos.

Alquimia

Muchos fueron los aficionados a la alquimia durante el medievo, pero pocos los verdaderos alquimistas que practicaban este arte tal como fue concebido en el Egipto prefaraónico. El alquimista hermético no solo está interesado en el resultado físico de sus experimentos, sino también en la parte espiritual, y por eso conoce la teúrgia; y aprende a temperar mejor las mezclas y conseguir mejores efectos alineando con los astros los procesos que llevan a cabo, con ayuda de sus conocimentos de astrología. De hecho, detrás de sus famosas investigaciones sobre la transmutación de los metales se encuentra su verdadero objetivo, que es hallar el camino para la transmutación de su propia alma, de manera que pueda unirse con el Demiurgo a través del Nous, el Pensamiento; eso, y no otra cosa, es lo que ellos llaman la Gran Obra.

Sin embargo, al contrario que los teúrgos, los alquimistas prefieren acceder a lo inteligible a través del mundo sensible. Por eso se convierten en grandes conocedores de los fenómenos físicos, capaces de reproducir aquellos que ocurren en la región sublunar; pero, además, son capaces de crear efectos sobrenaturales haciendo uso del Pneuma, el Aliento Divino, que se encuentra en determinados componentes, para después concentrar toda su energía en un objeto determinado. Las armas legendarias, los filtros, los talismanes... todos ellos fueron objetos imbuidos de apenas una insignificante cantidad de Pneuma, gracias a la cual podían obrar lo que algunos llamaban milagros o maravillas y otros magia.

Pero es importante este matiz: ellos no “roban” el Pneuma, como harían los goéticos, sino que utilizan el que tienen a su disposición, pues este se encuentra en gran cantidad en la región sublunar, en cada uno de los cuatro elementos y sus compuestos. Todo tiene Pneuma: el aire, las rocas, las plantas... Y los alquimistas saben manipularlo, como un componente más de cualquier mezcla; pero prefieren no extraerlo, a menos que sean goéticos.

Así pues, los alquimistas son capaces de manipular todo efecto físico en un sentido muy amplio, pues esto incluye también la psicología humana, que depende de los humores, que, al fin y al cabo, son parte de los cuatro elementos que ellos conocen tan bien. En cambio, son incapaces de manejar todo proceso que se lleve a cabo más allá de la región sublunar, como la influencia y el movimiento de los astros.

Astrología

Astrólogos también hubo, aunque desde luego gran parte de ellos no eran más que farsantes y charlatanes. Tienen un gran conocimiento sobre las regiones supralunares y su influencia en la sublunar, y ese conocimiento les otorga una gran capacidad para comprender no solo los fenómenos que ocurren en el mundo sensible, sino también la Pronóia o voluntad divina. Por esta razón, algunos, mediante su arte, consiguieron predecir determinados acontecimientos y conocer el temperamento de las personas mediante el influjo que los astros ejercen sobre toda la Creación.

Los verdaderos astrólogos son también unos eruditos en cuestiones matemáticas, pues se manejan muy bien dentro del mundo de las ideas, de lo inteligible, y los números son una representación de las leyes divinas que gobiernan el mundo sublunar. Esto les permite ser los mejores ilusionistas del mundo, pues, como sabemos hoy en día, la mayoría de los trucos de magia son pura matemática.

Sin embargo, no hacen uso del Pneuma, y por eso sus prodigios carecen de las virtudes naturales de la Creación. Por ejemplo, son famosos sus autómatas, máquinas vivientes que hoy en día llamaríamos robots, pero que carecen del aliento vital del Creador, y por tanto carecen de alma. En realidad, la vida que se percibe en ellos es una ilusión de la vida que existe en un ser realmente animado por el Pneuma, como los animales o los seres humanos. Prodigios de este tipo fabricaron, por ejemplo, Dédalo, que regaló a Minos, rey de Creta, una mujer que en realidad era un autómata, o Hyarbas, que disponía de estatuas de oro que actuaban como criados, sumilleres y conserjes.

Otro famoso prodigio propio de matemáticos y astrólogos, y también de alquimistas especialmente duchos en esta materia, son los espejos capaces de obrar efectos maravillosos, que siguen siendo ilusiones. Por ejemplo, se dice que Pompeyo trajo de Oriente un espejo que siempre mostraba, sobre la imagen que reflejaba, todo un ejército armado y listo para la batalla; también se sabe de espejos que podían llenar de sombras fantasmales la sala en la que se encontraban; y Agripa decía poseer unos espejos que mostraban lugares distantes.

Y es que los astrólogos, gracias a su conocimiento de las matemáticas, conocen también los secretos de la música, la geometría, la astronomía y la mecánica, las cuales abarcan aplicaciones tan variadas que van desde provocar fuertes emociones a través del sonido de instrumentos musicales hasta construir las pirámides de Egipto.

Teúrgia

De los teúrgos es de quienes menos se sabe, tal vez porque ni ellos, en su búsqueda de la verdad, se han inmiscuido en los triviales asuntos del resto de los humanos, ni nadie ha visto en su arte cosa alguna que pudiera ser de utilidad para sus ambiciones materiales. Y también porque muchos de ellos, en el camino hacia la divinidad, han sucumbido a su propio ego y se han convertido en goéticos.

El teúrgo es, de los tres sabios, el que mantiene un contacto más directo con el mundo inteligible, y ello le permite obtener un conocimiento de primera mano sobre cualquier aspecto de la Creación, el cual le viene a través de su encuentro con seres del plano espiritual, imperceptibles en el mundo sensible.

Ese contacto hace que los teúrgos sean los que más riesgo corren entre todos los sabios, pues no todos los seres del mundo inteligible están a favor de los humanos, y no faltan quienes tratan de confundir y corromper a cuantos teúrgos pueden, convirtiéndolos en grandes enemigos para sus propios congéneres. Cosa que, según se ha ido comprobando a lo largo de la historia, es francamente fácil, pues el ser humano es tan adicto al poder, que basta con que la entidad le ceda parte del suyo para llevarle a la perdición.

Los teúrgos, al igual que los alquimistas, pueden hacer uso del Pneuma para obrar sus prodigios, pero en lugar de usar el contenido en los elementos del mundo sublunar, el suyo proviene del plano espiritual, siendo por tanto más puro y efectivo; sin embargo, necesitan de la aquiescencia de los seres del plano espiritual, con los que deben de comunicarse previamente mediante algún ritual de complejidad muy variable, dependiendo del Pneuma requerido, el ente y las circunstancias.

Su práctica más famosa y peligrosa consiste en la invocación de entidades del plano espiritual, las cuales se presentan bajo una apariencia carnal en el mundo sensible. Esta práctica ha sido la preferida por las entidades contrarias a los humanos para sembrar la currupción y la discordia entre ellos, y por ello no son muchos los verdaderos teúrgos que a llevan a cabo, pues prefieren ser ellos quienes viajen al plano espiritual, o bien hallar una manera para comunicarse con sus seres, sendo así solamente ellos los que se ponen en peligro.

Famosos teúrgos han sido Moisés, Salomón y el propio Jesucristo, que obraron maravillas siempre mediante la intervención divina.

Goecia

Los herméticos llaman goecio o goético a todo aquel hermético que utiliza sus conocimientos para alimentar su propio ego. Los goéticos usan las mismas artes que los herméticos, ya provengan de la alquimia, la astrología o la teúrgia, solo que sus motivaciones son siempre egoístas y buscan solamente el dominio sobre los demás.

Los goéticos se han dejado llevar especialemente por alguno de los doce vicios que vimos cuando hablamos de la filosofía hermética, olvidando uno de los preceptos fundamentales: el de la unidad, representada por el Demiurgo. Por eso, se han alejado de la verdad universal, y en vez de expandir su alma y su energía para sentirse parte de la Creación, la concentran en sí mismos. Mientras que la magia obrada por los herméticos podría considerarse parte de un baile o una armonía en la que todo fluye con naturalidad, la de los goéticos trata de usurpar el Pneuma para cambiar su propio Destino y así resistirse a la Fatalidad. Esa es la diferencia fundamental entre ambos.

Como vimos más arriba, el Pneuma es la vis o energía de la que se imbuye la Creación; los herméticos usan la que está disponible en el ambiente, mientras que los goéticos absorben toda la que pueden. Además, los herméticos luchan por comprender su propio Destino y hacen lo posible por que se cumpla la Fatalidad, mientras que los goéticos luchan contra su Destino y tratan de revertir los acontecimientos de forma antinatural para modificar en lo posible la Fatalidad en pro de sus propias metas.

Son conceptos diametralmente opuestos sobre la divinidad: tratar de comprender los planes divinos para sentirse parte del Todo que conforma esa divinidad, o destacar sobre los semejantes haciendo frente a los planes divinos y usando el poder que otorga su comprensión en beneficio propio.

No obstante, no hay que encasillar a los goéticos, como tampoco a los herméticos; sabemos que en el cosmos las cosas no son blancas o negras, sino que existe una amplia gama de colores. A veces no está muy claro quién es hermético y quién goético; puede que ni la propia persona lo sepa. Hay herméticos que se dejan llevar por el ego, y sin embargo tratan de obrar siempre conforme al plan divino; y hay goéticos que creen que al hacer uso de su poder y someter a los demás están cumpliendo su propio Destino. Recordemos que, además de los doce vicios, hay diez virtudes, y que prácticamente todos los ocultistas se ven especialmente influidos por alguna de ambas; lo crucial es saber hasta qué punto.

Eso debe dejarnos clara la idea de que el hermetismo y la goecia son dos caras de una misma moneda, y por ello el hecho de que una persona se mueva por uno de los extremos, no significa que no pueda moverse hacia el otro. Un goético no condena su alma ni pierde para siempre la oportunidad que tiene todo ser humano de acceder a su propia salvación. Por otra parte, recordemos que las almas que no cumplen la tarea asignada por el Psicoguía solo bajan un escalón, pero en su próxima encarnación pueden volver a subirlo. No existe el Infierno ni la eterna damnación, aunque sí es cierto que cuando una persona es dominada por su propio ego, el gozo que experimenta de la percepción del propio poder hace que sea muy difícil que vuelva al camino correcto.